viernes, 31 de diciembre de 2010

Mi casa

Soy de la casa en la que se escuchó mi primer llanto de nacido, de la calle que fue testigo de mis titubeantes pasos, del barrio que me marcó con sus primeros límites, de la ciudad en cuya orilla plantó la cruz de la conquista el Adelantado, de la isla y sus diferentes pueblos, de las islas que se quedaron ancladas en las soledades azules del Atlántico, de la nación, España, que me regaló el primer y único idioma. Soy pues, eso, un ciudadano cualquiera que padece por extrañeza cada vez que sale fuera, lejos, muy lejos, porque añora al paisaje y al clima de un lugar en el mundo llamado Tenerife. Encuentro en el paisaje a mi prístina seña de identidad y acudo a su encuentro con el ánimo bien dispuesto porque, tal como diría Marañón, el paisaje es tanto lo que uno lleva como lo que uno encuentra. Y, partiendo de ser un insularista confeso, pienso que esto me lleva a entender la defensa de todo ser humano hacia la tierra que le vio nacer, vivir y, presumiblemente, morir. Más aún, desde mi ser y estar insularista rechazo, vehementemente, las posturas nacionalistas que tratan de encontrar un mundo mejor gobernándose solos. Allá ellos con sus delirios de grandeza. Sólo decirles que yo aspiro a ser del mundo desde aquí sin renunciar a nada ni a nadie.
De mi casa, terrera, su descomunal tamaño y la tranquilidad otorgada por una puerta de la calle de la que pendía un trozo de cordel para accionar el picaporte. De la casa terrera un patio con una de las esquinas ocupadas por una destiladera que servía para aplacar la sed de toda la familia. Y el agua del bernegal, cubierto por el verde culantrillo, descolgándose gota a gota sobre un caso de picos. Fresca la piedra de destilar, frescas las gotas, fresca, muy fresca, el agua. Como corona de la casa un mirador desde el que un día, según aseguraban los mayores, se podían divisar las carrozas fúnebres que, buscando el cementerio, circulaban por la avenida de Las Asuncionistas.
En los inviernos, y en aquella casa, el aroma a la tierra mojada en el jardín que me separaba de la calle. Me hubiera gustado que, al igual que los jardines vecinos, allí hubieran echado raíces el pitanguero y papayero que, partiendo de una idea feliz, se multiplicaron por toda la ciudad. Los habitantes de aquel jardín, inofensivos todos, nos pusieron en contacto con una biología elemental. Amplia la azotea para permitir, entre otras cosas, despanzurrar los colchones para esponjar el crin que ya había formado incómodas pelotas bajo nuestra osamenta. En rincón de la azotea la piedra de lavar que, con sus liliputienses escalones, se llenaba con el color azul del añil y la espuma del jabón Lagarto. Frotar y frotar para que las prendas de vestir, despojadas de la suciedad, pudieran ser colgadas al sol del día a día. Una azotea que incorporaba un chorro de luz a los dos patios que, tal como dijera Juan Antonio Padrón Albornoz, eran dos corazones de sol.
A la diestra y siniestra de nuestras gruesas paredes los exquisitos vecinos que tan bien se portaron. La familia Samper, Mingano -que era un malabarista jugando al fútbol-, la familia de Lucrecia Plasencia -una cantante de excepción y prematuramente desaparecida-, Alfonso, El Coneja… Casa terrera, en la calle de Manuel Verdugo, de la que nos siguen atrayendo los buenos y los malos momentos. Tanto es así que, cuando nos encontramos perdidos, imitando a “ET” levantamos nuestro dedo hasta escuchar una voz gutural que pronuncia: “Mi casa”. Saludable y prospero año nuevo.

1 comentario:

  1. Alberto, es una gozada leerte. Tus recuerdos avivan los mios y me remontan también a mi niñez. Aquellos recuerdos confortan mi espíritu, no los añoro, sino... me inducen a ver el futuro con más ilusión. Feliz fin de año

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