domingo, 12 de diciembre de 2010

Juego y juguetes

El mejor juguete que se le puede regalar a un niño es otro niño. Esta felicísima frase viene a decirnos que poco se pueden divertir los niños sin no cuentan con esos amigos, la pandilla de la infancia, con los que compartir los juguetes y el juego. A propósito de lo dicho se me viene a la memoria el triste día de la Epifanía en el que los padres decidieron regalar juguetes electrónicos -dependientes de una toma de corriente- y, como consecuencia de ello, las calles amanecieron en silencio porque las criaturas estaban como hipnotizadas delante de las pantallas de sus consolas y ordenadores. A los que conocimos unos días de Reyes que amanecían con el sonido de las cornetas, la explosión de la recámaras, el bullicio de la chiquillería corriendo detrás de una pelota, el redoble de tambores, etcétera, nos costó entender y asimilar aquel extraño fenómeno que dio al traste con una alegría callejera que se fue para nunca más volver.
Ya desde aquellos días se puso de manifiesto que determinados artilugios, denominados impropiamente juguetes, habían entrado en el mundo de la infancia para terminar acabando con un signo de socialización temprana que nació al soco de los juegos colectivos, del juego en equipo. Los niños del barrio, a partir de compartir tantos y tan gratificantes juegos, llegaron a conocerse hasta lo más hondo de su ser. Incansables ante el juego los niños de ayer -cuyos pasos se han perdido- convertían a los juegos sin juguetes en uno de los motivos principales para hacer amigos, saltar y brincar, correr, cantar -las niñas siempre cantaron más y mejor-, competir…
En realidad, los juguetes, debido a su mala calidad, apenas duraban unos días -con excepciones como los soldaditos de plomo- por lo que los niños volvían a recuperar sus juegos al aire libre para alegría de las calles y plazas y para queja de algunas personas mayores a las que se les había agriado el carácter de forma prematura.
En aquel tiempo, ya ido, la tranquilidad y seguridad estaban presentes en unas calles en las que los coches apenas hacían acto de presencia y a nadie se le ocurría dañar la inocencia y la indefensión de un niño. Hoy día los niños, recluidos en el anonimato de unos edificios en los que no se dan los buenos días ni en el ascensor, ya no pueden contar ni con los diez compañeros para armar un equipo de fútbol. Niños y niñas caminan por las calles con una lección bien aprendida: “No hables ni le prestes atención a ningún desconocido”. Qué tristeza.
Antaño los niños siempre fueron los actores de sus juegos. Ogaño, niños de las mismas edades colocan un juego en el ordenador y se entretienen observando como unos machangos tiran al aro. Otros juegos (¿), también para usar en el ordenador, le ofertan a los niños la posibilidad de adentrarse, hasta sus tuétanos, en las guerras y batallas que imitan y magnifican a la madre de todas las guerras.
En la elección de los juguetes para cumplir con el regalo asistimos al mayor de los fracasos cuando observamos como un niño aparta un juguete concreto porque prefiere jugar con la caja en la que vino embalado. Cuando a Manolín Samper -vecino y amigo de la infancia- le regalaron un mecano que era movido por una máquina de vapor no mostró una especial alegría. Manolín lo que prefería era salir a la calle para mezclarse con todos nosotros y jugar un partido a los veinte goles. El mecano, en verdad, a quien hizo feliz fue a su padre que no paró en gastar alcohol de quemar para convertir el agua -en estado líquido- en vapor.
El mejor juguete que se le puede regalar a un niño es otro niño. Pero, a pesar de todo, rogamos para que en el día de hoy, 6 de enero, todos los niños hayan saludado al nuevo día con un juguete en las manos. Ese sería mi mejor regalo.  

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