domingo, 12 de diciembre de 2010

Un aeropuerto a oscuras

Una noche cualquiera de un día cualquiera en la central eléctrica del Aeropuerto de Los Rodeos. Motivado por los intereses profesionales y movido a razones de amistad con los que trabajaban, para AENA, en aquel lugar, llevaba a cabo una de mis visitas -fueron muchas las horas que pasé allí y no pocas las cosas que aprendí-, para nada rutinarias, y me pegué a una de las ventanas al escuchar la comunicación por radio establecida entre un helicóptero de la Guardia Civil y la propia central. El aparato venía de una de las islas menores y llevaba a bordo a un enfermo grave que tendría que ser conducido al HUC. Expresó el piloto que pensaba aterrizar en la plataforma en la que ‘aparcan’ los aviones donde lo esperaría una ambulancia. Cada vez más interesado en lo que estaba pasando logré mi particular aproximación visual y pude observar como la aeronave se aproximaba al cemento. De repente, falló el suministro eléctrico de la calle y el del resto de los equipos ideados para sustituir, instantáneamente, a ese fallo exterior. El piloto, un joven -y sin embargo experto- capitán realizó una maniobra de evasión que lo llevó a elevarse de nuevo. La plataforma quedó a oscuras durante un tiempo inacabable pero, también de repente, adelantándose a las medidas que ya estaban iniciando los técnicos, se hizo la luz. Como era de esperar el piloto llamó a la central para interesarse en lo que había pasado. Algo más tarde, cuando acabó su misión, hizo acto de presencia y habló con los responsables de manera tranquila y sin que nadie se sintiera herido en su dignidad a pesar de que pudo ocurrir una desgracia.
Fui testigo, en aquel tiempo, de averías provocadas para observar la reacción de los sistemas eléctricos y doy fe de que en el caso del alumbrado fluorescente un fallo exterior de corriente pasaba inadvertido. La central disponía de una sala en la que se situaban los acumuladores, y otra en la que estaban dos grupos de continuidad -permanentemente rodando- y tres grupos previstos para un arranque automático en pocos segundos. Sin embargo, pese a todas estas medidas, un duende (¿) se introdujo entre los circuitos y provocó la avería. Una avería que quedó anotada en un libro de incidencias -¿se investigó para saber la causa del fallo?-  y no dejó secuelas.
Tal como ocurrió y se resolvió aquel asunto uno alcanza a pensar que todo circuito eléctrico, más menos complicado, es susceptible de sufrir una avería por muchas y variadas razones. El famoso apagón de Nueva York y otros que le han seguido son claros ejemplos de ello. Es verdad que también ha quedado demostrado que la vulnerabilidad de los circuitos eléctricos y electrónicos queda sensiblemente atenuada ante la presencia de circuitos bien diseñados -incluyendo los tan cacareados circuitos redundantes- , el empleo de los mejores y más fiables aparatos, y, sobre todo, un buen mantenimiento y una adecuada preparación del personal. Porque es verdad como un templo que en una época en la que los circuitos superan -en más de una ocasión- al conocimiento de los hombres, procede que, como antes ocurría, el personal sea estimulado hasta el punto de desear acudir a los cursos de actualización que les permitan estar al día ante cualquier contingencia. Y es ahí donde estamos fallando. Fallamos porque no se le concede al personal la estabilidad en sus puestos de trabajo ni se invierte un duro en ellos para tareas de formación. Así las cosas, cuando sucede que los pilotos se quedan a ciegas en el espacio aéreo de las Islas, la gente que trabaja en el Centro de Control de Tránsito Aéreo de Canarias -situado en Gando- lo primero que hace es llevarse las manos a la cabeza porque no sabe de dónde le vienen los tiros. Y si el fallo eléctrico coincidió en el problema de los controladores documéntese usted en las leyes de Murphy y deje de estar pataleando como si fuera un niño chico.

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