miércoles, 16 de febrero de 2011

Primeras enseñanzas

Que hermosos tiempos aquellos en los que con la pizarra y el pizarrín marchaba a la escuela. Y, más meritorio aún, que tiempo aquel en el que tuvimos que cargar con un banquito de madera que no podía ofrecernos la escuela de Mima. Presumiblemente aquella mi primera maestra realizaba su labor por pura vocación y por la frustración que le produjo no poder titularse en la escuela de Magisterio. Fuera como fuese lo único cierto es que siguiendo las instrucciones de Mima el pizarrín se arrastró sobre la pizarra escribiendo las primeras letras, los primeros números, los primeros y sencillos dibujos… Efímera tarea la que no dejaba rastro alguno después de que un trapito humedecido lo borrara todo para poder volver a empezar. La escritura, la sucesión de letras unidas y/o separadas según las normas dictadas por un código que no permitía ningún tipo de licencias. Y las cuentas, ¡oh!, las cuentas, las sumas y las restas siguiendo las instrucciones mentales que ya superaban a un conteo con los dedos o con los palotes. El cálculo mental -siempre necesario- llevado a una pizarra enmarcada en madera. Primeras enseñanzas en las que dos más dos siempre sumaban cuatro porque así lo dictaba una Aritmética que era respetada por todos.
Grandioso el día en el que con un material escolar muy económico (cuadernos de dos rayas y de cuadritos, lápices de color madera, planas de caligrafía, goma de Milán, palillero y plumines, papel secante y un solo libro -la enciclopedia de Dalmau Carles-, nos trasladamos a la escuela de don Alberto Chaves, en la calle Salamanca, para prepararnos y superar el ingreso en el Bachillerato. Dictados a diestro y siniestro y un pizarrón lleno de sumas, restas, multiplicaciones, divisiones, raíces cuadradas…a resolver en el menor tiempo posible. Caligrafía en la que tuvo cabida la letra gótica y la redondilla y borrones y cuentas nuevas ante el importuno desliz. En el examen de ingreso nos examinábamos nosotros y se examinaba don Alberto ya que, caso de que suspendiéramos muchos de nosotros, el crédito de la academia se vería resentido. Así pues, no hacían falta inspectores ni trámites burocráticos para resolver una situación que podía complicarles la vida a padres, alumnos y profesores. En el compromiso con la educación, en el todos a una como en Fuenteovejuna, la sociedad en su conjunto se alineaba con el sagrado compromiso de enseñar a los que no sabían con el claro objetivo de convertir a los alumnos en hombres hechos y derechos. Tiempos ya en los que se afirmaba que la letra con la sangre entraba y en los que el padre dos hermanos, amigos míos, le dijo a don Antonio Carrasco: “Leña no me les ahorre”.
Ya en el Instituto de Enseñanzas Medias todo quedaba reflejado en un libro escolar -que todavía conservamos- en el que se reflejaban las calificaciones de todo el Bachillerato. La burocracia se dejaba para una secretaría que cuidaba del rigor de los expedientes académicos y de las otras muchas cuestiones que hoy día, desde un rechazo general, recaen sobre el trabajo de los profesores. Metodología la justa y necesaria. Programaciones las que establecía el Estado. Autonomía la que mandaban las leyes. Los profesores estaban para impartir la asignatura, los alumnos para interesarse y aplicarse en los conocimientos que les eran enseñados y los padres, también las madres, para educar desde los hogares de las buenas costumbres. Los resultados finales, a vuela pluma y sin la presencia de los informes PISA, no fueron malos. Los niños, adolescentes y jóvenes alcanzaron el grado de instrucción preciso para poder incorporarse a un mercado laboral complejo y cambiante. Seguramente, ciertamente, la principal queja es la que tuvo que ver con una desigualdad en las oportunidades que siempre favorecía a las clases pudientes. Aunque, verdad es, sólo puede mirar por encima del hombro el que puede y no el que quiere. Y más aún: “Lo que la naturaleza no da, Salamanca no presta”.
Las primeras enseñanzas, de importancia capital para la vida de las personas, reclaman una atención preferente y un compromiso colectivo que va mucho más allá de los intereses partidistas y partidarios. El adoctrinamiento, desde una enseñanza impartida cuando los sesos de un chiquitín aún están tiernos, supone un atentado contra la integridad de las personas que han asumido al Estado como garante y defensor de los principios que manan de una Constitución que comprende a todos y que a todos debe defender.  Y los políticos, todos los políticos, que no han propiciado un consenso a la hora de concebir y planificar una educación para todos merecen, cuando menos, una celda en la cárcel de papel.

lunes, 7 de febrero de 2011

Gigante

Supongo que cualquier ser humano de buena voluntad andará confuso -al igual que yo- al no poder entender, saber o averiguar, hasta dónde seríamos capaces de llegar las personas ante la dolorosa tesitura en la que nos coloca esa decisión suprema que consiste en atentar contra la tierra que nos sirve de apoyo y otorga el sustento a cambio de obtener los réditos espurios que devengan los atentados ecológicos. La cuestión de nuestro ser o no ser ante ese humano comportamiento tendría que valorar, en primerísimo lugar, si el fin justifica a los medios en decisiones fundamentales e, incluso, si el fin en sí mismo podría ser colocado por encima del bien y del mal.  Y la cuestión queda agravada en la medida que al alterar el orden establecido -confundir el fin con los medios y viceversa- ya entra en liza un código ético que ha sido forjado, a lo largo de los años, en la fragua de un ardiente Vulcano. Golpe a golpe, verso a verso.
Dicen que el fin perseguido a la hora de construir el nuevo puerto industrial en Granadilla estriba en alcanzar un crecimiento del nivel de desarrollo económico y social de la comarca sureña. Como se entenderá, dado el cariz que mantiene la crisis económica, la innegable creación de nuevos puestos de trabajo constituye un argumento lo suficientemente sólido para ser tenido en cuenta porque a todo bien nacido le asiste el derecho de ganarse el pan con el sudor de su frente. No obstante, por el contrario, como razonamiento que se opone al primero, los que no están de acuerdo con la construcción del puerto basan su argumento en lo que consideran es un atentado ecológico sobre los fondos marinos que se van a ver afectados. Según ellos, los que se apoyan en fundamentos no compartidos por toda la comunidad científica, antes que los puestos de trabajo están las praderas submarinas en las que nacen y crecen las sebas. Sin pasiones, dejando a la vera del camino a los intereses particulares, partidistas o partidarios, ¿cuál de las dos posiciones debería ser atendida? Y, de parecida manera, repetimos la pregunta: ¿En el supuesto de que en los fondos pertenecientes a Canarias existiera petróleo, debería o no ser extraído? ¿Qué peso argumental deberíamos colocar en cada plato para inclinar el fiel de la balanza hacia uno u otro lado?
Este tipo de decisiones no son nuevas aunque si se nos revela como nueva una conciencia ecológica más pujante y más extendida que antaño. Si nos paráramos a recordar terminaríamos por concluir en que los buenos de la película Gigante fueron los que quisieron mantener la existencia de una explotación ganadera que se identificaba plenamente con la tierra tejana. El malo fue aquel que encontró petróleo y no se detuvo a pensar más allá que en hacerse rico explotando los yacimientos. Ahora mismo, en la Francia de la libertad, igualdad y fraternidad, el Estado no para a la hora de buscar unos yacimientos de petróleo casi en el mismísimo subsuelo de París.  Ya los franceses tienen pozos en explotación y otros pendientes de la concesión de los permisos correspondientes. A este paso, y si algún ser superior no lo remedia, las viñas que dan los mejores vinos y las vacas que dan la mejor leche -y con la leche el queso- dejaran paso para que se proceda al más lucrativo negocio que mana del oro negro. Y la pregunta sigue siendo la misma: ¿Qué Francia queremos? Una Francia pujante en lo económico y social o una Francia con un índice de paro superior al de España
Como se verá, incluso admitiendo que el análisis realizado es muy elemental, anida en nosotros, como seres que seguimos siendo únicos, la posibilidad de opinar, con pleno conocimiento de causa, sobre las decisiones más importantes que se toman en esta tierra que es más préstamo de nuestros hijos que herencia de nuestros padres. Cosa bien distinta es que nuestra opinión sea atendida incluso contando con una mayoría en las urnas que se opone a la destrucción del planeta. Y para muchos no resulta convincente lo de los males necesarios porque así se comienzan las guerras. En fin, que unos brindarán con petróleo y otros lo harán con champán. Como debe ser.

miércoles, 2 de febrero de 2011

Plato único

Cuando uno se ve obligado a comer frugalmente, con esporádicas variaciones e, incluso, de manera infame, nuestra propia naturaleza va aceptando con singular alegría las evoluciones -a mejor- experimentadas como consecuencia del vivir más desahogado que nos fue deparando la superación de un nivel de vida que, poco a poco, fue sustituyendo al parco vivir que siempre signó los tiempos de la posguerra. Pero no ocurre lo mismo cuando se desanda el camino en sentido opuesto, es decir, cuando de una manera de comer abundante, variada e, incluso exquisita, nos vemos obligados a comer poco, mal y de pura limosna. Presumiblemente sea el estado de la gastronomía del lugar uno de los mejores indicadores para evaluar cómo le van las cosas a los ciudadanos que viven, nacen y mueren en un pueblo o ciudad concreta.
Cuando en las películas en blanco y negro nos ofrecen la estampa callejera en las que se ve la cola de transeúntes alrededor de una marmita en la que se ofrece, de manera gratuita, un plato de comida humeante y caliente, no podemos por menos que recordar aquellos tiempos de posguerra en los que, en los comedores de Auxilio Social, se trataba de no darle tregua a las ganas de comer -al hambre incluso- que anidaba en los estómagos de los que antes que humildes fueron pobres. Los que tuvimos la oportunidad de probar la pitanza ideada por la gente del régimen sabemos, bien que lo sabemos, que la buena comida nace de los buenos ingredientes y no, como se pretendió en aquel tiempo pasado, del mayor de los voluntarismos. Y como el dinero para los ingredientes salía de la venta de emblemas -¿recuerdan los emblemas en los cines?- y de las aportaciones ofrecidas por los que, estando en una posición desahogada, no olvidaron el sagrado compromiso de dar de comer al hambriento, lo normal era que lo que se ofrecía en los platos a veces fuera rechazado por una primera impresión que nos cerraba la boca del estómago. Y es que cuando el arroz blanco se servía en un plato a modo de poliada de harina los comensales preferían aventarlo a los cuatro vientos antes que ingerirlo no fuera que al hacerlo se les pegaran las tripas.
Fue un tiempo aquel en el que a los comedores de Auxilio Social se le sumó la Orden que obligaba a los restaurantes a servir un plato único dos veces al mes. El restaurante cobraba, por ley, lo mismo que si diera dos o más platos y los comensales aceptaban las condiciones establecidas porque el sobrante de dinero servía para ayudar a los comedores de Auxilio Social. Con el paso de los años y sin salirnos de la dictadura del general Franco los comedores de Auxilio Social fueron desapareciendo del mapa porque en casi todos los hogares ya había lo suficiente para hacer un caldero de potaje. Y fue así que, dejando atrás aquel tramo de nuestro calvario, se pasó al salir a comer fuera, a acudir a los restaurantes en los que se servían tres platos y postre, etcétera. En definitiva que pasamos de lo negro a lo blanco sin pasar por la tonalidad de los grises.
Antes de que llegara la crisis todos sabíamos que nos estábamos pasando de la raya en muchas y variadas cuestiones. En los restaurantes más caros, los que cobraban 60 ó 70 euros por cubierto, había que echar mano de una buena manga para que nos concedieran una mesa. De la costumbre de comer fuera los fines de semana se pasó a la de comer fuera todos los días. El morapio de la tierra (¿) fue sustituido por los más refutados vinos de la España continental y, ya en el colmo, a la sidra la arrinconó el champán. En más de una ocasión, observando el formidable derroche, escuchamos decir a los visitantes foráneos que aquí parecía que atábamos los perros con longaniza.
La sociedad canaria, que no había sido acariciada por un progreso social bien entendido, se topó, irremediablemente, con una crisis económica que se ha prolongado en el tiempo -y lo que te rondaré morena- y, como consecuencia de ello, los comedores que ahora se llaman sociales se han multiplicado como hongos. Y a la imperiosa necesidad de dar de comer a la familia, los que hasta el otro día comían muy bien, se han visto obligados a superar su vergüenza para compartir mesa con el desconocido que se sienta a su lado. Yo, que esto escribo, y usted, que lo lee, sabemos que puede llegar un día en el que ocupemos lugar en uno de estos comedores. En este caso, nadie está libre de pecado. Y es que cometimos un pecado el día aquel en el que se nos ocurrió votar por los que nos engañaron con un auténtico cambio que nunca llegó.