martes, 21 de diciembre de 2010

Ayuda americana

El período de la posguerra en las Islas se caracterizó, entre otras cosas, por una tristeza paisajística -y como parte del paisaje el hombre- que alcanzaba su cénit en la Semana Santa. Los niños de aquel ayer, que eran capaces de ver un océano en los charcos, vivían de alguna manera al margen de tanta miseria material aunque, en lo más hondo de su ser palpitaba la humana tristeza que fue tomando aposento en el imaginario colectivo de una chiquillería que no paraba de observar, con precisión milimétrica, las desigualdades sociales existentes así como la ausencia de una atención preferente por parte del Estado. En aquel tiempo carencias, muchas carencias, y el desconsuelo al advertir lo bien que vivían, comían y bebían, los que estaban económicamente mejor situados. El eterno debate entre ricos y pobres desarrollado casi al filo de una guerra que marcó para siempre a nuestra manera de ser y estar en la vida. Guardábamos lugar hasta para comprar el gofio -todos en la cola con la talega- y el pan nuestro de cada día raramente llegó a ponerse duro porque era muy poco para calmar a tantos estómagos vacíos. Pero los niños, ¡ay!, los niños, estacionaban su desconsuelo jugando a los boliches, haciendo una cometa, saltando a la piola…
 Durante aquel período auroral de mi vida llegó una mañana en la que vi interrumpido el sueño debido a un inusual tráfago a escasos metros de la ventana de mi habitación. Abrí los ojos, espabilé, y me quede asombrado al observar como la calle de Manuel Verdugo estaba llena de camiones cargados de sacos. Espoleado por una insaciable curiosidad salí a la calle y averigüé, sin indagar demasiado, que los sacos estaban llenos de judías pintadas que pensaban descargar -y así se izo- en dos almacenes situados al extremo de la calle. Los choferes, que no querían agotarse en el esfuerzo, contrataron a unos zagalones que ya podían aguantar sobre sus espaldas un peso de 50 kilos. Como tardaron más de un día para llevar a cabo el trabajo algunos vecinos, entre éstos mi propia familia, buscaron el favor de los encargados y lograron llenar de judías las casi vacías despensas. También hubo tiempo, en medio de aquella fiesta alimentaria, para saber que todo aquello provenía de la conocida ayuda americana.   
Y la ayuda americana se prolongó, ya en los colegios públicos, con la incorporación a nuestra resentida dieta de la leche en polvo y el queso amarillo. En mi caso concreto era el conserje quien se encargaba de incorporar la leche al agua contenida por un enorme caldero de aluminio. Se aportaba el calor de una elemental cocina eléctrica y, cuando la leche estaba en su punto, nos ponían en cola para guardar un orden a la hora de acercarnos para que se nos llenara el vaso. Nada de azúcar, tampoco sal, la leche a pelo y sin tomar resuello. El turno de cada uno era aprovechado para darnos un trozo de queso amarillo que terminamos aborreciendo. Los americanos nos ayudaron en los momentos difíciles y eso nunca se olvida. Como tampoco se olvida -no hay motivos para ello- la alegría que nos fue hurtada en una etapa de nuestra existencia que siempre hemos considerada esencial. Maldita guerra, inmerecida posguerra.

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