domingo, 12 de diciembre de 2010

Barrancos de Añazo

Bastaría leer con el detenimiento que reclama un libro escrito desde el corazón -la razón se le otorga por lo que tiene de texto histórico- por el asiduo colaborador de este periódico, Luis Cola Benítez, titulado ´Los barrancos de Añazo’ para poder entender el caos que se produce en la Ciudad de Santa Cruz de Tenerife cada vez que llueve con una determinada intensidad en un período corto de tiempo. Resultaría mucho más práctico y pedagógico documentarnos en libros como éste antes que levantar la mirada al cielo como tratando buscar en lo alto lo que encuentra sentido en la tierra. Vivimos en el período auroral del siglo XXI y ya va siendo hora de que todo un presidente de Gobierno, en este caso Paulino Rivero, no trate de confundir a la opinión pública pidiendo un nuevo radar al Estado cuando lo que en realidad ocurre entra dentro de sus competencias -las causas y los efectos de las barranqueras por las que un día se fue el caimán- porque somos los canarios los primeros responsables de que las aguas de la lluvia busquen nuevos cauces al haber sido enterrados los barrancos y los barranquillos. ¿Nadie se acuerda ya de que la calle Imeldo Serís antes se llamó Barranquillo?
Si retomamos el ciclo del agua a partir del momento en que ya se encuentra en las nubes -esto se estudia en la enseñanza primaria- sabemos que basta que se den determinadas condiciones -estudiadas todas en la asignatura Física de la Atmósfera- para que las gotas se descuelguen en forma de lluvia. En el caso de la ciudad capital de la isla de Tenerife, que asienta su territorio en las faldas y en el propio macizo de Anaga, la lluvia, cuando es pausada y poco intensa, se limita a empapar la tierra para gozo de los agricultores. Pero, cuando llueve con intensidad y durante un corto período de tiempo, casi toda la precipitación se convierte en agua de escorrentía que busca el mar de alocada manera. Cualquier observación del relieve próximo a la planicie nos muestra los incontables pliegues de una geografía que han sido tallados, precisamente, por las aguas del torrente. Torrentes, todos, que son los afluentes que alimentan el cauce de unos barrancos que desembocan en la mar siempre próxima. A cualesquier persona con un mínimo de sentido común lo primero que se le ocurriría sería mantener el cauce limpio, expedito, para que las aguas se descuelguen desde lo más alto a la cota cero sin interrupciones de tipo alguno.
El barranco de ‘El Hierro’, uno de mis favoritos, nace en los pagos de Aguere y desemboca -después de atravesar ‘La Refinería’- en las proximidades del muelle de ‘La Hondura’. Los que tuvimos la oportunidad de ver como corrían las aguas por su cauce sabemos cómo se las gastaba cuando llovía mucho. Hoy día resultaría difícil encontrar su rastro porque ha sido sepultado sin ponerle cal viva. El barranco de Santos -barranco preferido para mis aventuras infantiles- es el fruto de la unión del cauce que viene de los valles -Tabares y Jiménez- y del barranco de ‘La Carnicería’ en La Laguna. Es barranco caudaloso allí donde los haya y en más de una ocasión hizo escapar por piernas a Perico Perdomo -luchador estilista- porque inundó su vivienda. Este barranco ha sido sometido a una operación de acoso y derribo que ha terminado por elevar su cauce buscando los puentes más bajos que lo atraviesan. Para colmo, no se limpia ni se draga y eso ha dado lugar a que se inunde la iglesia de ‘La Concepción’. En los barrancos de Tahodio, Valleseco, María Jiménez, se ha permitido construir a la vera del cauce y por eso ocurre lo que ocurre. No hay lugar para hablar de los barranquillos que, cual reliquias faraónicas, permanecen bajo el suelo de la ciudad actual. Al agua de la lluvia, que día más adquiere la condición de benditas, se le ha hurtado una parte de su ciclo renovador y, en la medida que esto no se corrija, solicitar un radar más es como tener tos y rascarse el… Cubanito soy señores.

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