domingo, 12 de diciembre de 2010

La pizarra

Los niños de mi generación aprendieron a leer leyendo, a escribir escribiendo y a calcular calculando. Los que tuvimos la fortuna de asistir a las clases que impartía don Alberto Chávez, en la calle Salamanca, nos enfrentábamos cada mañana al reto que abría ante nuestras miradas la serie de divisiones que aquel buen maestro se había preocupado de escribir en la negra pizarra que quedaba situada en uno de los fondos del aula. Día tras día surgía entre todos nosotros la sana competencia que abría de llevarnos a acabar antes que nadie los repetidos cálculos aritméticos que surgían de las divisiones con un divisor de cuatro o más cifras. Sumar, multiplicar y dividir como un todo en uno para unos alumnos que llegamos a disfrutar con los números como el niño que jugaba -y ganaba- con los boliches de barro cocido. Y la pizarra, la negra pizarra, convertida en protagonista principal del día a día de unas criaturas que nunca supieron de la monotonía en las tardes pardas y frías.
Según fui adelantando en los estudios las pizarras de las aulas cambiaron de tamaño y de color. Llegaron a ocupar las paredes de lado a lado y un color parecido al de las aceitunas desplazó al negro de siempre. Siempre preferí la tiza de yeso y con forma prismática a la tiza que vino después y que incorporaba como reclamo el añadido de que no agrietaba las manos del profesor. Pero, a cambio, de vez en vez se deslizaba sobre la superficie, si dejar trazo alguno, provocando un desagradable y comunitario desagrado a consecuencia del roce fallido.
Ya dedicado a mi incansable y comprometida tarea docente la pizarra fue para mí el lugar de encuentro con la labor creadora de aquel que se enfrenta a sus alumnos con la amorosa paciencia que siempre se da la mano con el buen maestro. Recuerdo, ¡y cómo olvidarlo!, que la pizarra fue el lienzo que precisaba la obra de arte -efímera- que enlazaba figuras, gráficos, letras, números, para conseguir una explicación clara de los fenómenos físicos relacionados con la Electricidad. No fueron pocas las veces en las que, una vez acabada la jornada, me sentaba en una de las sillas del aula para recrearme observando cómo había quedado la pizarra después de una gratificante jornada de clase. Era mi especial manera de enfrentarme a la disparatad orden de un director que había ordenado -en un centro público y estando ya en democracia- que toda pizarra, por respeto al que tendría que llegar después, fuera borrada hasta no dejar rastro de tiza. Y ocurría así que, al llegar el nuevo día, el compañero (¿) que ocupó el aula lo primero que hizo, sin tener necesidad alguna, fue erradicar de la pizarra toda exposición del conocimiento científico. Normal, nada tan peregrino como ofrecerle margaritas a los burros. Para más de uno la pizarra luce más y mejor sin nada escrito en ella que rebosante de fórmulas que obligan a un laborioso proceso de cálculo. Además, para no correr riesgos, mejor no gastar tiza por lo que pueda tener de comprometido lo que ya escrito queda a la vista de todos.
Comulgué con la pizarra como antes comulgara con la pizarra y el pizarrín. Y como siempre encontré en la pizarra el aliado necesario para enseñar a los que no sabían vaya para ella este breve brindis de papel.  

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