domingo, 18 de septiembre de 2011

La educación en Canarias

Algo huele a podrido aquí, en estas Islas, después de que fueran sido transferidas las competencias educativas desde la metrópoli. Y si afirmo tal cosa es porque me llama poderosamente la atención que después del tiempo pasado la educación de los canarios esté, por culpa de sus males, en boca de las administraciones estatales y europeas. A las primeras de cambio, así a bote pronto, nuestro primer juicio de valor se asienta en una pregunta que consideramos sustantiva: ¿Qué es lo que está ocurriendo con la educación canaria para generar las tasas de abandono que experimenta y, a su vez, para obtener unos resultados académicos que casi siempre apuntan al fracaso? Sabedores, todos lo sabemos, de que con las transferencias educativas todo ha ido a peor porque no hemos sido capaces de adecuar nuestro sistema a la modernidad que reclaman y se exigen las naciones actuales. Cuesta entender, y mucho menos admitir, que las transferencias educativas hayan servido para algo más que para llenar las arcas de una Comunidad Autónoma sólo preocupada en un derroche desmesurado y en una planificación de los estudios obsoleta y caduca. Cuando aseguran, desde la odiosa comparación y generalizando, que nuestro sistema educativo es comparable a los países que enarbolan la bandera de la modernidad están olvidando que sólo son validas las comparaciones globales, es decir, no podemos asegurar que la educación francesa brilla más que la española sin efectuar, a cambio, las debidas comparaciones con el sistema de la nación española considerado en su conjunto. Lo que pretendo decir es que las razas y los pueblos guardan para sí diferencias manifiestas que las hacen ser variadas. Y tales diferencias conforman un todo que va mucho más allá que la parte. Terminaremos por concluir que toda nación es grande si es grande su enseñanza, su sistema educativo. No es de recibo efectuar una comparación con el sistema educativo de otros países si esa comparación no se lleva a efecto con la otra nación considerada en su conjunto.
Ha quedado escrito que fueron Rousseau, Pestalozzi y el idealismo alemán los que dieron lugar al cambio sustantivo que supuso incorporar a los alumnos al saber. Hasta aquel momento los sistemas educativos sólo contemplaban al maestro y al saber acumulado. Con la incorporación de los alumnos el sistema educativo adquiría una nueva y mayor dimensión y una participación de los alumnos que enriquecía los centros de saber. Quedaba por averiguar la cantidad de saber a impartir y la participación e implicación de los profesores en su sacrosanta labor. En Canarias se mantienen unas infraestructuras dignas y, a su vez, el profesorado que ejerce su labor alcanza niveles más que aceptables, sin embargo, ha sido preciso traer especialistas de fuera para que realicen un estudio adecuado a la situación que nos atañe. ¿Qué hemos hecho entonces para tener que pedirle ayuda a unos extranjeros -los adelantados de PISA-? La educación y formación de los canarios no sólo tiene que ver con lo que nos puedan enseñar aquí o allá. La formación de nuestra gente, cuestión vital dicho sea a propósito, es un problema insertado en otros problemas. Y son, precisamente, esos problemas los que han sido obviados desde una manera de actuar de la Administración siempre empecinada en situar nuestros problemas educativos en el marco establecido por alumnos y profesores. Los alumnos no son ni mejores ni peores que los alumnos de antes lo que sí es peor, y esto les está afectando, es el medio natural en el que están llevando a cabo sus actividades. Y los profesores conforman un colectivo con el que no se cuenta para nada ni en nada. Son los convidados de piedra en el escenario de una vida que los maltrata moral y económicamente. La Consejería de Educación del Gobierno de Canarias que bien supo reclamar las transferencias a Madrid se ha limitado a ir de fracaso en fracaso hasta que una evaluación externa ha puesto en evidencia sus incontables males. Y Ahora, como diría mi abuela: “Güi, canta y no llores”.


martes, 31 de mayo de 2011

Juegos de niños

En la medida que a los niños de hoy les ha sido hurtada la herencia lúdica y universal que encuentra sus orígenes en la existencia misma del hombre, apetece, desde una prístina e innata identificación con lo que el propio juego es y supone, hilvanar algunas letras para tratar de darle sentido a la expresión homo ludens frente a otras expresiones mucho más al uso -homo sapiens, homo faber…- que siempre han intentado encorsetar a los seres humanos en función del  conjunto de actividades, habilidades, saberes, etcétera, que más y mejor los identifican. Si retomamos a don Gregorio Marañón encontraríamos una analogía parecida a la nuestra al asomarnos a esa formidable interrogante con la que el filósofo nos pone en vilo: “El hombre, dicen, es un animal racional. No sé por qué no se haya dicho que es un animal afectivo o sentimental”. Y, abundando en el tema, traemos del pasado al presente el siguiente y egregio pensamiento expuesto por Johan Huizinga: “El aristotélico animal ridens caracteriza al hombre por oposición al animal todavía mejor que el homo sapiens”.

 En el marco actual del mundo infantil resultaría prácticamente imposible que un artista se atreviera a plasmar sobre el lienzo los incontables juegos que, durante un período de tiempo, le dieron sentido a la tarea de Pieter Brueghel, El viejo. Y si tamaño atentado se produce es porque ya nadie guarda en su retina las imágenes de los niños que juegan.  Sin saber a ciencia cierta la razón última por la que juegan los niños -juegan por necesidad, juegan para divertirse, juegan para llenar sus tiempos de ocio…- lo que no puede ser puesto en tela de juicio es que todos nosotros, en el período auroral de nuestras vidas, hemos cedido a la tentación de practicar un juego individual o colectivo. Hemos jugado y, cuando no lo hemos hecho, es porque nuestro organismo se ha encontrado aquejado por un extraño mal. A propósito de lo dicho diré que todavía se mantiene viva en mí aquella imagen en la que me veo escudado por el cristal del postigo de una ventana observando, con tristeza, como jugaban en la calle aquellos que fueron mis amigos de la infancia. Estaba malo de la garganta y sólo esperaba que surtieran efecto los recientes toques de azul de metileno.

Juegos individuales para darle rienda suelta a nuestra fantasía y juegos colectivos que nos hicieron ganar los mejores amigos y, a su vez, aprender y dar los primeros pasos para un vivir en sociedad. Y ¿dónde estarán Lin, Robe, Tobín…? que se fueron para nunca más volver. Presumiblemente estarán en un mentido paraíso jugando a los boliches, los cuescos, el trompo, piola, los hermanitos, montalachica… El juego como una actividad espontánea, libre, vital, alegre. Cuando un niño pequeño, que aún titubea al caminar, se acerca hasta la orilla con la intención de romper las crestas residuales de las olas con sus pequeñas manos nos está mostrando una prístina manera de jugar.

Para los juegos de la infancia no han existido las barreras que establecen las fronteras de los países ni las diferentes lenguas que se hablan aquí o allá. Se ha jugado al teje en Europa, Asia, África, América… Se ha saltado a la soga en cualquier rincón del planeta. El juego es la herencia generosa que fue repartida entre todos y que a todos igualó. Sin embargo, hoy día, ya los niños no juegan como antaño lo hicieron. Ahora juegan ante una pantalla de ordenador que desarrolla un juego que deja aparcados a los auténticos protagonistas.

miércoles, 4 de mayo de 2011

Golosinas

La deliciosa noche en la que Mima -maestra en la escuelita de pizarra y pizarrín- se casó la calle Obispo Pérez Cáceres se llenó con unos vecinos ávidos de noticias y siempre dispuestos a criticar a la novia -también al novio- sin tener motivos para ello. Se trataba de gente muy curtida en la lectura de las novelas por entregas y en esas novelas aprendieron que no siempre en la noche de bodas los novios fueron felices y comieron perdices. Toda esta gente mayor, sobre todo mujeres, se apostó en los alrededores de la casa dispuesta a malmeter a costa del espectáculo, en vivo y en directo, que les brindaba la singular circunstancia. Los niños, sin embargo, estábamos allí porque intuíamos que, antes o después, los caramelos Yumbo serían tirados a la rebatiña desde la azotea de la casa. El novio era el dueño de la fábrica de caramelos, situada en la calle de La Amargura, y lo más natural era que aquella noche mostrara una generosidad en consonancia con el evento. Y así fue, volaron los caramelos y la chiquillería puso todas las pinceladas de alegría en los ininterrumpidos saltos para atraparlos. Las cotorras, a su vez, no paraban de observar, criticar y mentir.
A los niños de ayer -también a los de hoy- les gustaban los caramelos y todo aquello que, por dulce, emparentaba con las golosinas. Y aunque no había mucho dinero para comprar chucherías la verdad es que, en determinadas ocasiones, se les veía chupando y/o mordiendo un buen pirulín -en la España continental pirulí-. Y aunque los días entre semana el barrio era visitado por el barquillero -con su tambor colorado y ruleta para el juego- y el vendedor de helados, el día grande para las golosinas quedaba situado en el cine, en la sesión de matiné, al que solíamos asistir los domingos y días de fiesta de guardar. En el descanso de la película y al final de la misma la chiquillería acudía, apresuradamente, a la cantina y a los carritos que ocupaban lugar en las esquinas próximas a las salas de proyección. Siendo más precisos contaremos que la cantina, con su mostrador todavía no apto para menores, era desestimada a favor de unos carritos más cercanos a nosotros, más próximos. En los carritos, generalmente de tres ruedas, nos esperaban los garbanzos tostados, las regalices, los orejones, las pastillas de goma, los caramelos variados, las varitas retorcidas de melcochas, las almendras garrapiñadas, las cotufas, las pipas de girasol, los tamarindos, las rapaduras… Allí, en los carritos, nos gastábamos las cuatro perras gordas que nos quedaban y regresábamos a la butaca portando un cucurucho con las golosinas compradas. Y fue así que seguíamos viendo y escuchando la película sin dejar de masticar.
Para golosinas de más altos vuelos teníamos que esperar a que llegara la fiesta del barrio en la que se caramelizaban las manzanas y se fabricaba el algodón dulce. Y “mira Manolito, mira Pepito”, esa era la letra de la melodía que entonaba aquel hombre menudo y siempre presente allí donde hubiere un ambiente festivo y una golosina que vender. Y también vendía polvos de regaliz aquel operario que los usaba en La Refinería para sellar las juntas de las tuberías a la hora de apretarlas. Tocábamos a la puerta de su casa, le dábamos unas perras gordas y él, a cambio, nos daba un papelito con polvos de regaliz. Las golosinas, en los días que corren, son abundantes y variadas porque a los niños de ahora les atraen el sabor y el color de las incontables chucherías que se ponen a la venta. Existen comercios dedicados únicamente a la venta de golosinas que son, dicho sea a propósito, todo un regalo para la vista el gusto y el olfato. Los niños de hoy, ¡ay los niños de hoy!, son asaltados por la llantina cuando sus padres les niegan las golosinas para evitar que se le piquen los dientes. A los niños de ayer lo único que les inclinaba a no solicitar golosinas era el no disponer de unas perras gordas en los bolsillos. Y en la calle de La Amargura una fábrica para lo más dulce: los caramelos Yumbo. Paradojas de la vida.

martes, 26 de abril de 2011

Perrerías

La reconocida inocencia de los niños nunca fue ajena a una serie de acciones, nada edificantes por cierto, con las que se trataba de mortificar al prójimo. Generalmente, a los seres desvalidos que nada habían hecho para merecer la burla y el atropello de los que, gozando de la envidiable energía de los primeros y mejores años, no tenían reparo alguno a la hora de planificar todo un rosario de travesuras pensadas para lastimar y perturbar la paz de ancianos, inválidos, enfermos y hombres y mujeres en la plenitud de sus facultades. Ya ven, el niño que fuimos ayer dejó en nosotros la imperecedera huella de un rasgo atávico que nos ha marcado de por vida. Ya se encargó de escribirlo don Gregorio Marañón: “Y en el alma madura del hombre normal, la del niño queda escondida y como borrada”.
Uno recuerda, de su pasado infantil, la pesada mano de hierro colado -en ocasiones de latón e, incluso, de bronce- que reposaba en las puertas de las calles de las casas terreras. La finalidad de aquella mano no era otra que la de permitir golpear sobre un botón metálico que permanecía anclado en la gruesa puerta de tea o de pino que guardaba nuestra intimidad y nuestros más valiosos tesoros. Aquella puerta exterior, con el color de la pintura o con el brillo de un barniz recién aplicado, al recibir el pesado golpe de la mano se comportaba como una caja de resonancia que amplificaba los sonidos haciéndolos llegar a todos los rincones de la casa. Pues bien, una de nuestras perrerías preferidas consistía en esperar a que llegara la noche para atar un delgado hilo de sedalina a la parte móvil de la mano. Esperábamos a la noche y elegíamos aquella casa en la que vivía un anciano con dificultades en sus movimientos. Tirábamos del hilo -una, dos, tres o más veces- y el sonido de los hierros rotos obligaba al anciano -o a la anciana- a acudir al reclamo. Pero, ¡sorpresa!, al abrir la puerta no encontraba a nadie que recortara con su silueta los confines del quicio. Mientras tanto, los niños, gozosos, no paraban de reír al comprobar que su travesura había sido un éxito. Y fue así que, una y más veces, nuestros propios y queridos vecinos vieron alterada su paz por culpa de unos niños que lo pasaban muy bien haciéndoselo pasar mal a un prójimo que merecía respeto.
Pero no siempre fueron las noches porque, a plena luz del día, cuando el sol más brillaba, yo -y mis amigos de la infancia- me procuraba un trozo de espejo roto para, apostándome en un lugar adecuado, enviar hacia la oscuridad de la casa -a través de los postigos- los rayos reflejados de un sol de justicia. Los rayos del espejo hacían que se hiciera la luz allí donde reinaba la oscuridad. Los habitantes de la casa, al observar como una mancha luminosa se movía por el interior de la habitación seguían la trayectoria para terminar encontrando a aquel que terminaba poniendo sus pies en polvorosa por si las moscas. Trozos de espejo no faltaban ya que no había barranco o barranquillo al que no hubiera sido arrojado lo que un día había sido un hermoso espejo con marco de yeso.
Presumo que nunca olvidaré la noche aquella en la que un vecino del barrio, en su habitual recorrido por la calle Obispo Pérez Cáceres regresando del cine, mostraba su estado de alegría bailando sobre la acera imitando a Fred Astaire. Casi a media calle, al observar como una bola de periódico reposaba sobre la acera, inició lo que sería una breve carrera para darle un zapatazo al objeto. Instantáneamente, para asombro de los que permanecíamos escondijos en un cercano jardín, sonó un alarido que era producto del golpe y de la burla sufrida.  Porque la bola de periódico era, en realidad, la envoltura de papel de una pesada piedra. El hombre de este cuento era un hombretón parecido al que un día bañamos con los orines de un cacharro unido a un invisible hilo que bajaba desde la pilastra al pretil de la acera. Todo aquel que tropezaba en el hilo tiraba del cacharro y sentía sobre sí el baño de un líquido con olor amoniacal, pestilente… hediondo. Con su ropa de domingo, limpio como los chorros de oro, dio vueltas y más vueltas a la manzana buscando a los que les habían amargado el día. Sin embargo, por aquello del Ángel de la Guarda, nunca pudo dar con nosotros.
Otro capítulo aparte merece el hurto de pitangas, papayas, limones, algarrobas, de los jardines próximos o de las huertas vecinas. Santa Cruz de Tenerife era, por entonces, una urbe en la que campo y ciudad se daban la mano. Las casas terreras, generalmente, acababan su arquitectura frontal con un jardín en el que, casi siempre, permanecían plantados un pitanguero y un papayero. Pitangas y papayas fueron frutos apetecidos por una chiquillería que siempre buscaba el momento para adueñarse de los frutos prohibidos. Muchas fueron las pitangas que pude robar y no menos las papayas que le arranqué al papayero.
Lo escribió Luis Feria: “Niño de ayer, tus pasos se han perdido; el que yo era ya no va conmigo”. Porque si en realidad hubiera niño todavía se mantendría en nosotros el inevitable deseo de hacer una y mil perrerías muy poco o nada inocentes.

lunes, 18 de abril de 2011

Erradicar la indigencia

Para cornadas… las que da la vida. Presumimos que cuando un ser humano, que ha visto como se ha desarrollado su vida en una sociedad civilizada, sufre lo indecible por culpa de los embates que le regala su existencia vital, en forma de injusticia social, soledad extrema, enfermedades de las que se tutean con la muerte, desengaños sentimentales y un largo etcétera, lo normal es que se produzca un derrumbamiento en su personalidad que le obligará a vivir refugiándose en su propia e inventada realidad.  Huyendo del infierno en que lo sitúa la realidad de los otros el indigente busca un alejamiento de los que se dice son sus semejantes buscando un lugar en el que poder, en los momentos de lucidez, rumiar su desventura libando, las más de las veces, de un envase de cartón que contiene vino pendenciero, peleón y pirriaco.  El indigente encuentra su querer en la calle y en la calle come, bebe y duerme. Duerme al cielo raso, protegiéndose con unos cartones que le tapan el frío y levanta la mano, de vez en vez, para pedir la limosna. Le da lo mismo Juana que la hermana y, por aquello de que de perdidos al río, no padecen por la vergüenza del qué dirán. Qué dirán los que un día le vieron y ahora lo vuelven a ver así, tan desolado, tan abatido, tan triste, tan indefenso.  
Las ciudades, Santa Cruz de Tenerife entre ellas, nunca han sido ajenas a la presencia de indigentes. En la ciudad capital, Santa Cruz, un indigente que vivía con un signo de interrogación a cuestas y que era conocido por el sobrenombre de Samburgo, mantuvo en vilo a todo aquel ciudadano que lo observaba cruzar como un viento helado por las zonas limítrofes del barrio de El Toscal. El interés por Samburgo estribaba en las especulaciones que nacieron al socaire de la que pudo ser su profesión antes de de caer en desgracia. ¿Fue médico Samburgo? Aquel prócer mendigo, venido de solo Dios sabe dónde, abandonó un día el barco que lo trajo a puerto para terminar muriendo de gripe y para ser enterrado en una fosa común del cementerio de Santa Lastenia. Triste vida para una triste muerte.
Alberto Ruiz Gallardón, al parecer más preocupado por la estética que por la ética, se ha propuesto gestar una ley que sirva para erradicar de Madrid a lo que considera una plaga más: la plaga de indigentes que parece haber convertido a la capital de España en lugar de encuentro y peregrinación para toda una tribu de dejados de la mano de Dios. Según Gallardón procede erradicar de la ciudad a los indigentes porque con la indigencia parecen estar asociados toda una serie de problemas de difícil solución. Lo mejor para la ciudad sería tratar de conseguir que todo aquello que moleste a la vista permanezca en estado larvado porque ojos que no ven corazón que no siente. Los problemas, siguiendo esta postura política, en casa deben quedarse y en casa deben resolverse. A Gallardón le preocupan los efectos pero obvia las causas que han dado lugar a tamaño estropicio social. El alcalde madrileño no parece apostar por el único progreso que merece un tratamiento universal: el progreso social. Un progreso social que sitúa la línea de su horizonte allí donde se mantiene viva una justicia social que nos englobe a todos -y que a todos nos haga un poco más felices- y nos sumerja en un mundo mejor por más justo. Lo que debería preocupar a Ruiz Gallardón -y a los que como él piensan- es averiguar y poner remedio a las causas que han determinado que los indigentes asentados en su solar municipal se hayan multiplicado como el pan y los peces y sin necesidad de milagro. Para que hayan menos indigentes tendrían que haber menos seres desgraciados y esto podría conseguirse a partir de una praxis política que le dé preferencia a los temas sociales: trabajo para todos, educación para todos, sanidad para todos, vivienda para todos… Erradicar la indigencia utilizando métodos más expeditivos sería como si nos situáramos en la antesala de un campo de exterminio. Exterminar al indigente y fumigar allí dónde un día tuvieron su casa -una casita de papel- no es la mejor manera para satisfacer a los que gritaron, gritan y gritarán: “¡Viva la vida!”.

miércoles, 6 de abril de 2011

Camarones de la isla

Una de las faenas pesqueras -pesca de bajura, claro está- de la que guardo los mejores recuerdos es la que está relacionada con la captura de camarones empleando las excepcionales nasas hechas con juncos. En el bote de mi tío Marcos -q.e.g.e-, el Chito, apenas si cabían cuatro nasas que eran colocadas en la proa y popa del singular barquillo canario. En la tardecita del día anterior las nasas eran preparadas con la carnada -restos de pescado conseguidos en la recova- y, cuando la noche casi se nos venía encima, el bote arrumbaba hacia unos caladeros próximos y muy bien conocidos por un pescador veterano. A mí se me dejaba remar en la proa, dándole la espalda a la línea del horizonte, y Marcos bogaba en una posición que le permitía otear el caladero después de realizar una triangulación, sólo conocida por él, con los puntos fijos de la tierra. Llegados al lugar las nasas eran soltadas por la banda y, en su nada precipitado viaje hacia el fondo, arrastraban las calas de soga para marcar el sitio y permitir izarlas a la mañana siguiente. En el regreso a la orilla, pensando en una pesca abundante, el Chito, un buen bote por lo marinero que era, era sacado del agua con la ayuda de unos parales untados con grasa. Por la noche, envuelto por los más dulces sueños y a poca distancia de la batería de costa de Los Moriscos, reponíamos fuerzas para poder remar con energía al día siguiente.
Antes de que llegara el alba, después de observar a Marcos sorbiendo su primera tacita de café bajo la luz de un mechón de petróleo, salíamos con el bote con la esperanza de recibir el obsequio de los frutos de una mar considerada de todos nosotros. Mientras yo mantenía al bote en su sitio moviendo los remos de una manera acompasada, Marcos, que era un hombre hecho y derecho, tiraba de la soga para subir la primera nasa. Ya con el arte a bordo, sin necesidad de abrir lo que había sido una trampa para el camarón, mirábamos a través de los juncos para observar cómo se acumulaban unos camarones de color rojizo que serían plato preferente en los guachinches de las orillas. Raro era el día en el que entre las cuatro nasas no se obtuviese el camarón suficiente para ser usado -como carnada- en la posterior pesca de cabrillas y, además, para vender a los vecinos que sabían que compraban un camarón fresco, oliendo a salitre, de color brillante… Toda una promesa para guisar y ser utilizado como armadero en cualquier mostrador o mesa. Un vaso de morapio o una cerveza siempre sabía mejor si eran acompañados por unos camarones de la isla -camarón narval-.
Después de que el hecho natural -y maldita la gracia que, en este caso, tiene el hecho natural- se encargara de convertirme en hombre, mi relación con el camarón estuvo centrada en la playa de Bocacangrejo; allí donde el legendario Juan Carpio podía mostrar una antiquísima escritura de propiedad: ¿lo sabrá Costas?. En la citada playa tenía una caseta -repleta de nasas, aparejos…- Olegario, primo hermano de Marcos. Cada vez que yo acudía al lugar Olegario, al que había conocido y con el que había convivido de niño en la playa de El Muerto, me obsequiaba con unos buenos puñados de camarón que había guisado utilizando agua de la mar. Nunca había comido camarón como aquel, tan fresco, tan lleno de color, tan ajustado en su punto de sal. Olegario era un pescador de talla, perfecto conocedor de los fondos comprendidos entre la playa de Puertocaballa y la villa mariana y marinera en la que se rinde culto a la patrona de Canarias. Durante muchos años Olegario, que emparentaba con la saga de Los Cojines, fue responsable directo de que muchos tinerfeños pudieran degustar el camarón en los muchos bares y restaurantes que se asentaban en la costa, casi al borde de las orillas en las que se deshacían las olas. Carmelo García Cabrera, director que fuera del Instituto Oceanográfico de Canarias, fue pionero -aunque nunca se le haya reconocido el mérito- en la investigación dedicada al camarón y su pesca en las aguas interiores de Canarias. Supimos, a partir de su impar magisterio, las posibilidades que tenían nuestros fondos si se llegaba a colocar las nasas a 300 metros. Pero, claro, para Marcos, calar las nasas a tamaña hondura suponía embarcar 1.200 metros de soga. Demasiada soga para tan pequeño bote. Camarones de la isla: camarón narval, camarón moro y gambas. Un crustáceo identitario al que hemos sabido sacarle partido. Que les aproveche.

miércoles, 30 de marzo de 2011

Llamarme guanche

Antonio Tejera Gaspar, un investigador riguroso para con la prehistoria de las Islas Canarias, ha tenido a bien confesar que considerará al suyo un trabajo inacabado si no llega a encontrar esa certeza -tan buscada, tan deseada y tan necesaria para alcanzar la verdad de nuestro pasado- que tendría que desvelarle el origen de los primeros pobladores de este Archipiélago. Y no deja de resultar llamativo que una de las personas que más sabe sobre los indebidamente llamados aborígenes se plantee estas dudas y, por el contrario, que todo un rosario de iluminados -políticos de salón, periodistas de medio pelo, historiadores al servicio de los intereses creados y un largo etcétera- se atrevan a utilizar, en provecho propio, los argumentos banales que tratan de edificar nuevas y controvertidas versiones sobre las señas de identidad que, dicen, están perdidas en medio de la sinrazón y de los sentimientos fingidos. Recuerdo haber participado, junto al Catedrático de la ULL, en una mesa de trabajo en la que se trataba de elaborar el material necesario para poner en escena la historia de las Islas. En un momento de las conversaciones, cuando todo parecía inclinarse a darles un papel protagonista a los guanches, tuve la oportunidad de confesar que consideraba más importante analizar el período de tiempo comprendido entre la arribada de los hombres de Lugo y el tiempo actual porque resultaba necesario aclarar otra suerte de lagunas. Antonio Tejera Gaspar, que también destaca por ser un hombre listo, tuvo a bien asentir porque tenía muy claras las limitaciones de un espectáculo ideado, fundamentalmente, en ese pasado histórico que se ha convertido en filón para los advenedizos.
Desde la natural atalaya que nos otorga el tiempo ya podemos decir -con algunos márgenes para el error- que la teoría más probable es aquella que considera que los guanches fueron individuos provenientes del noroeste africano. Todas las sociedades preeuropeas de Canarias pueden ser emparentadas originariamente con los antiguos libios actualmente denominados con el término genérico de bereberes o amazigh. Presumiblemente de estas tribus, numerosas y diferentes, provienen los individuos que, según otra teoría muy fundamentada, fueron deportados por los romanos como castigo resultante del enfrentamiento mutuo. Nos estamos refiriendo, copiando de Tejera Gaspar, al destierro y a las deportaciones a islas, castigo que se conoce como Deportatio in insulam. Leído lo leído no dudamos a la hora de afirmar que el castigo mayor sufrido por los guanches tiene mucho que ver con un desarraigo forzado hacia un ignoto destino. Sin embargo, desde un preocupante desconocimiento de nuestro tiempo pretérito, son legión los que se alinean junto al estandarte que sigue considerando a los conquistadores como verdaderos artífices de las mayores desgracias para el pueblo aborigen. Las desgracias, que indudablemente se produjeron, comenzaron antes de la conquista. Porque, caso de querer admitir como cierto lo escrito por Abreu y Galindo, nos encontraríamos con esto que sigue: “Y así, cortadas las lenguas, hombres y mujeres y hijos los metieron en navíos con algún proveimiento y, pasándolos a estas islas, los dejaron con algunas cabras y ovejas para su sustentación”.  
Si se considerara como punto de partida para el poblamiento la fecha de la victoria romana sobre Cartago -146 a.C.- y se le sumaran los años transcurridos hasta que las islas fueron totalmente incorporadas a la Corona de Castilla nos encontramos con 1.500 años reflejados de forma sucesiva en las dataciones cronológicas disponibles. Como se entenderá un período de tiempo lo suficientemente largo para que una población cambie aspectos esenciales de su manera de ser y estar en la vida. Y si se le añade al tiempo las características de un nuevo clima y de un paisaje distinto no sería descabellado pensar que entre el guanche originario y el que se enfrentó al Adelantado existían notables diferencias. ¿A qué guanche se refieren, por tanto, los que aseguran tener una herencia de la sangre establecida, según ellos, por marcadores genéticos afines? ¿Y si unos escasos marcadores genéticos les conectan con el pueblo aborigen qué decir del resto de los marcadores que conforman el código genético? No creo que sea acertado retroceder en el túnel del tiempo para reencontrarnos, desde un victimismo ramplón, con un pueblo que puede pervivir en nosotros más por un exceso de sentimentalismo que por el rigor de la ciencia.  Porque ahogar en un exceso de sentimiento patrio -de patria chica, claro- lo que hemos heredado después de la Conquista supondría, sobre todas las cosas, una tremenda injusticia. Yo no he encontrado, por más que me lo haya propuesto, a ese guanche que algunos aseguran llevar dentro. Y a los que sí sienten, desde la buena voluntad, que llevan un guanche consigo decirles que, hasta ahora, cualesquier aproximación que se haga sobre los sentimientos más hondos de los primeros pobladores de Canarias se lleva a cabo más desde nuestro Yo sentimental que desde los razonamientos más serios. Por Dios bendito, separemos ya la paja del grano porque esa será la única manera de conocer más y mejor a los primeros que se asentaron en esta tierra y supieron adaptarse a la misma.

lunes, 21 de marzo de 2011

Cochitos locos

Ahora que los juicios de valor e intención de la opinión pública ha decidido contaminarlo todo a consecuencia de los problemas energéticos asociados a la subida del petróleo crudo y , lo que resulta más lamentable, el acoso y derribo al que se ve sometida la energía nuclear debido al terremoto y posterior tsunami que asoló la costa de Japón, ahora, cuando el esperpento asoma por cualquier esquina de nuestras vidas, uno entiende que procede hablar de los cochitos locos de las ferias ya que en los mismos la energía que reclama mover al propio cochito y a los que se montan en él se obtiene mediante la transformación de la energía eléctrica en mecánica con el concurso de un pequeño motor eléctrico. Nadie debería decir, porque sería una mentira descarada, que en la pista y los alrededores de esta atracción de la feria se percibe la presencia de gases contaminantes porque no existen. Pero como en los cochitos locos se produce una transformación energética -la energía eléctrica se convierte en energía mecánica- alguien interesado en mejorar el panorama cultural de los canarios está obligado a explicar, al socaire un principio inviolable de las ciencias físicas, dónde, cuándo y cuánto, se produce la contaminación de la energía eléctrica consumida por una atracción de feria muy bien iluminada y con unos cochecitos siempre a punto para perseguirse y armar jaleo. Mas, por aquello de que el Gobierno de todos los canarios no muestra una preocupación excesiva a la hora de impartir conocimientos a sus ciudadanos, uno cede a la natural sensación de adelantarse para afirmar que los cochitos que se mueven gracias a un motor eléctrico contaminan allí mismo donde se genera la electricidad. Y lo mismo ocurre con el tranvía y con todos los sistemas que funcionan merced a la tracción eléctrica. Y aquí no hay atutía.
Como éramos pocos parió la abuela. Y parió la abuela en una isla, El Hierro, que por aquello del ciento por ciento de energías renovables -yo no me creo lo que se dice al respecto- piensa en un futuro cuasi inmediato sustituir todo su parque móvil -en la actualidad movido por motores de explosión y de combustión interna- por vehículos eléctricos. Y lo que se pretende en esta isla de Canarias también se plantea en esta España de pan, toros -o fútbol- y corrupción. Pues bien, los coches eléctricos que se proyectan funcionan mediante la transformación en energía mecánica de la energía acumulada en un sinfín de baterías que ocuparán los bajos del vehículo. La energía, esto es sabido, ni se crea ni se destruye, solamente se transforma. Dicho esto la pregunta que surge es ésta: “¿De dónde sale la energía necesaria para cargar las baterías cada vez que estas se agoten después de un largo recorrido?”. Pues bien, estoy en la obligación de decir que las baterías, antes como ahora, se cargan acoplándolas a un sistema de carga que se alimenta con la energía eléctrica que le proporciona la red. En resumen, que el coche eléctrico no consumirá allí donde esté circulando pero si consumirá -en la parte proporcional que le corresponde- y emitirá sus gases contaminantes en las chimeneas de las centrales. Desde la puerilidad de ciertos pensamientos algunos podrían decir que si las baterías fuesen cargadas con energía eólica no habría contaminación posible. Y yo diría que resultaría divertido intentar mover todos los vehículos de una ciudad importante apoyados, únicamente, en la energía aportada por los aerogeneradores. No sé lo que les pasará a ustedes pero lo que es a mí no deja de hacerme sonreír esa vieja estampa en la que se ve a un número importante de lugareños abrigados con una manta esperancera aguardando, pacientemente, al viento bendito que tendría que mover a las aspas de los antiguos molinos de grano para obtener gofio. En fin, como diría un pescador de Los Llanos : “ Ay, Señor,toda la noche pescando pa’ coger cuatro caballas muertas y encimba quiere que se las dé rigaladas .

miércoles, 9 de marzo de 2011

Leer, escribir...

Cuando Toñi, el hijo del teniente Eugenio, nos espetó, sin ninguna clase de miramientos, que había suspendió en el ingreso a la academia militar debido a que no sabía leer ni escribir, el mundo, tan ancho y tan ajeno, se nos vino encima. Y es que Antonio Pérez Luis había ya obtenido el título de Bachiller y nosotros, con menos años que él, ya presumíamos -sin tener motivos para ello- de saber leer de corrido y escribir con soltura porque habíamos superado el examen de ingreso en el instituto. Sin embargo Toñi, que ya podía hablar con conocimiento de causa después de su amarga experiencia, nos demostró que leer correctamente exigía un gran esfuerzo de concentración para poder darle sentido al texto aplicando una acertada entonación y estableciendo unas pautas siempre de acuerdo con los signos de puntuación. Y fue así que, entre confundidos y asustados, cogimos un texto al azar, leímos un pedazo del mismo, y caímos en la cuenta de que lo dicho por aquel vecino y amigo de la infancia era cierto; no sabíamos leer correctamente. Y mucho más fácil fue comprobar que no sabíamos escribir porque para escribir correctamente se necesitaba una formación exquisita y casi siempre alejada de una enseñanza elemental poco exigente a la hora de evaluar nuestros conocimientos. ¿Y qué es lo que había pasado para que Toñi y todos nosotros hubiésemos sido considerados aptos para cursar el Bachillerato? Pues lo que pasó, pienso, es que las varas de medir utilizadas, en el Instituto y en la Academia Militar, no fueron las mismas. Así de simple, así de verdadero.
El día aquel en el que Alfredo Bryce Echenique nos dio un plantón a la hora de firmar sus libros en nuestra plaza de España, una joven, una leedora impenitente, estaba aferrada a un ejemplar de La Vida Exagerada de Martín Romaña. Inicié una conversación con ella y le comenté que yo procuraba esquivar los libros muy gruesos porque había llegado a la conclusión de que la acción de leer reclama un esfuerzo considerable, agotador. Y fue en ese momento que la chica me contestó que le gustaba mucho leer y que si compraba libros gordos era porque le duraban mucho más a la hora de ser leídos. “Me gusta leer, pero como no dispongo de mucho dinero tengo que apoyarme en los trucos para poder satisfacer mi afición por la lectura”. Bien, pues a pesar de haber vivido aquella experiencia tan enriquecedora yo he seguido en mi erre que erre al seguir manteniendo la tesis de que leer, siempre que lo leído tenga un mínimo de enjundia, supone realizar un esfuerzo y que ahí puede pivotar una de las causas para que se lea tan poco. Se aprende a leer leyendo y sólo los que leen están en disposición de contar por qué lo hacen. Y los que leen en voz baja, aferrados a un supremo recogimiento, harían muy bien en atreverse a leer en voz alta y ante el público para así poder superar un temor que se nos antoja ancestral, al menos en Canarias, y superar con creces el ingreso en una academia militar.
Escribir es otra cosa. Escribir nos obliga a respetar, sin permitirnos ningún tipo de licencia, las normas establecidas por la Real Academia. Escribir supone aislarse temporalmente del mundo real para centrarse, exclusivamente, en rellenar con un mensaje pleno de sentido un folio de papel de color blanco inmaculado. Tal es el grado de reflexión, de auténtico ensimismamiento, que si la totalidad de las horas del día fueran dedicadas a escribir acabaríamos aburriendo y aburriéndonos a nosotros mismos. Después de dedicar gran parte de mi vida a la acción de escribir, no tan bien como quisiera, todavía no he alcanzado a saber por qué y para quién escribo. Lo que sí sé, al contrario que otros, es que escribo para ser leído y no para ir acumulando lo escrito en lo más hondo de una gaveta. Digamos, al fin, que la sensación última es que uno escribe para introducir el mensaje en una botella que puede ir a parar allá a las orillas, a cualesquiera orilla, donde blanquea la salobre espuma.  Nuestra trayectoria vital exige que leamos y escribamos para poder mantener vigente aquello que un día aprendimos no sin esfuerzo. Leer, escribir… dos nobles acciones con cuyo dominio podríamos conseguir ser admitidos en la más exigente Academia Militar. Toñi, el hijo del teniente Eugenio, confesó no saber leer ni escribir a pesar de contar en su haber con el título de Bachiller, así es que, cuando veas las barbas de tu vecino arder...

domingo, 6 de marzo de 2011

Tanto va el cántaro a la fuente...

 
Me veo en la obligación de confesar, por si acaso hay una medalla que colgarse -tengo una medalla concedida y anda perdida en la casa-, que he llegado hasta el hartazgo a la hora de escribir sobre la problemática energética que envuelve a las Islas Canarias sin que nadie, que yo sepa, haya aprovechado la teoría y la praxis de unos planteamientos que siempre se han apoyado en el rigor que establece la electricidad, como ciencia, y en ciertas dosis de sentido común. Durante cerca de 45 años anduve dedicado a la docencia en un centro que fuera -ya no lo es- el mejor de Canarias en materias de Formación Profesional y nunca dejé de volar mucho más alto que el nido del Cuco para estar a la altura de unas circunstancias que barajaban, sobre todas las cosas, el sacrosanto compromiso de enseñar a los incontables alumnos que un azar venturoso puso en mis manos. En mi día a día en las aulas y talleres rara vez deje de ceder a la tentación de exponer y comentar a mis alumnos la actualidad de nuestra realidad energética apoyándome en los numerosos datos que obtenía desde los relatos oficiales y, más aún, de los que me eran facilitados por mis compañeros de pupitre que, a la sazón, trabajaban en nuestras centrales de energía y en empresas del ramo. Toda mi actuación se ha correspondido con una actitud vocacional cuasi innata y con un deseo de superación que siempre ha tendido a saber la suficiente para que fueran pocos los que intentaran mirarme por encima de sus hombros. Puede que a través del conocimiento haya logrado forjar mi carácter y no descarto que sea el conocimiento mismo el que me ha convertido en un rebelde con causa.
No sé si debería pedir perdón por una introducción tan poco humilde pero lo que sí sé es que ha llegado la hora de llamar pan al pan y al vino vino en aras de evitar la confusión de una  opinión pública que muy bien se ha ganado la atención y el respeto de sus políticos. Porque  ha sido la política, errática, amañada, mentirosa y poco o nada cabal  la que nunca tuvo los arrestos suficientes para considerar al gas como un importante recurso energético que necesitaba, y sigue necesitando, una planta de regasificación para convertir en manejable al gas que nos viene licuado. Se ha despreciado al gas y, con él, la posibilidad de una generación más rentable y con menos emisiones contaminantes. Nunca se ha mirado al carbón -claro que el carbón es negro- y a los esfuerzos que se están realizando, desde la química y la tecnología, para poder atrapar el CO2 excesivo. Todos los esfuerzos se han centrado en venderle al pueblo canario la posibilidad, totalmente falsa a medio plazo, de resolver la demanda energética apoyándose en los aerogeneradores y las placas fotovoltaicas. No paran a la hora de publicitar a la isla de El Hierro sin comunicar, de manera honesta y abierta, que allí, en tan pequeño territorio, con 10 MW -megavatios- de potencia instalada pueden satisfacer sus necesidades. ¿Y si tan bondadoso es el plan para la isla de los herreños cómo explicar que se siga contando con una central convencional para garantizar la producción?
Dependemos, incluso en las energías verdes, del exterior ya que nuestro raquítico desarrollo industrial no permite que construyamos molinos ni células de silicio para fabricar las placas fotovoltaicas. Ciertamente hemos alcanzado a instalar aerogeneradores y huertos solares porque en época de vacas gordas las subvenciones animaron a las inversiones. Pero debemos decir, porque es verdad como un templo, que las energías eólicas y fotovoltaicas traen de cabeza a una empresa, Red Eléctrica de España -empresa que llegó de la mano de los falsos nacionalistas-, que se las ve y se las desea para mantener en sus justos valores a la frecuencia del suministro. Los 50 Hz -hertzios- exigidos son atacados, continuamente, por unas energías alternativas que dependen del viento que sopla y de que una nube y otra tapen al Sol. Si el suministro dependiera, exclusivamente, de estas formas de generación les garantizo que nuestros equipos eléctricos no pararían de averiarse.  Y para decir esto que digo no hace falta ir a Alemania para estudiar en una universidad ya que todo se basa, esencialmente, en una interpretación acertada de la primera ley de Kirchhoff.  ¿Quieren que se la explique? ¿O esperamos a que sea Rodríguez Zapatero el que decida sobre nuestra política energética? Sí, Zapatero, el mismo que dijo no y luego sí a la prolongación de la vida de nuestras centrales nucleares. Y sabemos que las mentiras tienen las partas muy cortas y que basta una crisis económica para ver reducido el marco en el que se desenvuelven los engaños clamorosos. Ahora hasta los ecologistas más verdes tienen que rendirse a la evidencia que supone la necesidad del gas y el Gobierno de Canarias, ¡ay!, el Gobierno de Canarias, está obligado a dejar de hacer equilibrios en el trapecio porque eso es cosa de Pinito del Oro.

miércoles, 2 de marzo de 2011

Asesino de pájaros

En la serena y luminosa mañana el ánimo estaba dispuesto para descansar a la sombra de la arboleda y esperar, pacientemente, a que los indefensos gorriones decidieran posarse en las ramas de la pimentera. La escopeta de balines, en la que ya había sido colocado el diábolo, estuvo presta para orientar su punto de mira hacia lo alto, hacia la rama elegida por el pequeño animal, para ser centrado en la casi ausente masa de una bola de plumas que no paraba de moverse. A partir de ahí todo fue sencillo; muy sencillo: el gatillo sufrió la presión del dedo índice y el balín, apresurado, veloz, tiñó de sangre al plumaje. Cayó al suelo el pájaro y la misma mano que lo había matado supo de los últimos temblores y del calor que daba la vida. ¿Qué he hecho Dios mío, qué he hecho?, musitaba, entre aterrado y compungido, aquel que se había atrevido a cazar pájaros con un método más sofisticado que el de la tiradera. En el regreso al hogar, lleno de los remordimientos que generaron un orden moral debidamente aprendido, se prometió, una y otra vez, que la escopeta de aire comprimido no la volvería a utilizar más allá de una caseta de ferias. Y cumplió su promesa.
El aprendiz de cazador creció y vio como los pantalones cortos pasaron a ser largos. Creció tanto que dio la talla para pasar a formar parte de uno de los reemplazos establecidos por ley para cumplir con el servicio a la patria, a la patria grande, claro, porque la patria chica ya estaba bien defendida por el compromiso innato, congénito quizás, de los que sienten apego por la tierra que les ve nacer, vivir y, presumiblemente, morir. Ya en el cuartel, que era de verano, lo instruyeron muy levemente sobre el manejo de las armas. En los comienzos fue el mosquetón -Mauser calibre 7,92- con el que se tiraba sobre un blanco que quedaba recortado sobre el azul marino que llegaba hasta Los Moriscos. Aquella mortífera herramienta no estaba pensada para abatir a los pájaros sino a los seres humanos que habían pasado a ser nuestros enemigos por obra y gracia de los partes de guerra. “Habéis oído que se dijo a los antiguos: No matarás; y quien mate, comparecerá ante el tribunal. Pero yo os digo: Todo aquel que se enoje contra su hermano, comparecerá ante el tribunal…”.Y qué hacer, ante la duplicidad de mensajes, ante una situación que nos podría conducir a decidir, motu proprio, sobre la vida o la muerte de un semejante. Si temblé, pensaba aquel que mató a un gorrión, al sentir los estertores del pájaro herido que me ocurrirá al observar como se le va la vida a aquel que le disparé con el Mauser. Matar o no matar, esa era y es la cuestión.
En otro día, ajusticiado por el rigor de la canícula, el cauce del barranco de Santos pudo verle, tiradera en ristre, matando y formando un haz con lagartos. El asunto era llegar al barrio y presumir enseñando los lagartos cazados después de una jornada de llena de tiempo libre. Y aunque nunca se paró a buscar la razón lo cierto era que el asesinato de lagartos no le producía, a pesar de que se trataba de seres vivos, ningún tipo de remordimientos. ¿Es que los lagartos sí merecían la muerte y los pájaros no? Vaya usted a saber, o, mejor, que se lo pregunten a los teólogos. A esos hombres que tratan de buscarle justificación a todo apoyándose en la fe como teologal virtud. A las mismas personas que se han dedicado a inocular su particular veneno ideológico hasta lograr que todo nos resulte dudoso a la hora de interpretar la realidad y la ficción que genera la fundamental creencia. Pasó el tiempo, la hojarasca cubrió todo el suelo con las hojas caducas, y las circunstancias vividas le vinieron a enseñar que se puede pasar de ser un asesino de pájaros a un auténtico asesino. Aunque los muertos sean, por mor de la legítima defensa, muertos legales. Muertes legales allá en Afganistán, Irak, África, América y Oceanía. Todo es posible de producirse después de haber perdido la inocencia. Y qué pena, penita, pena.

miércoles, 16 de febrero de 2011

Primeras enseñanzas

Que hermosos tiempos aquellos en los que con la pizarra y el pizarrín marchaba a la escuela. Y, más meritorio aún, que tiempo aquel en el que tuvimos que cargar con un banquito de madera que no podía ofrecernos la escuela de Mima. Presumiblemente aquella mi primera maestra realizaba su labor por pura vocación y por la frustración que le produjo no poder titularse en la escuela de Magisterio. Fuera como fuese lo único cierto es que siguiendo las instrucciones de Mima el pizarrín se arrastró sobre la pizarra escribiendo las primeras letras, los primeros números, los primeros y sencillos dibujos… Efímera tarea la que no dejaba rastro alguno después de que un trapito humedecido lo borrara todo para poder volver a empezar. La escritura, la sucesión de letras unidas y/o separadas según las normas dictadas por un código que no permitía ningún tipo de licencias. Y las cuentas, ¡oh!, las cuentas, las sumas y las restas siguiendo las instrucciones mentales que ya superaban a un conteo con los dedos o con los palotes. El cálculo mental -siempre necesario- llevado a una pizarra enmarcada en madera. Primeras enseñanzas en las que dos más dos siempre sumaban cuatro porque así lo dictaba una Aritmética que era respetada por todos.
Grandioso el día en el que con un material escolar muy económico (cuadernos de dos rayas y de cuadritos, lápices de color madera, planas de caligrafía, goma de Milán, palillero y plumines, papel secante y un solo libro -la enciclopedia de Dalmau Carles-, nos trasladamos a la escuela de don Alberto Chaves, en la calle Salamanca, para prepararnos y superar el ingreso en el Bachillerato. Dictados a diestro y siniestro y un pizarrón lleno de sumas, restas, multiplicaciones, divisiones, raíces cuadradas…a resolver en el menor tiempo posible. Caligrafía en la que tuvo cabida la letra gótica y la redondilla y borrones y cuentas nuevas ante el importuno desliz. En el examen de ingreso nos examinábamos nosotros y se examinaba don Alberto ya que, caso de que suspendiéramos muchos de nosotros, el crédito de la academia se vería resentido. Así pues, no hacían falta inspectores ni trámites burocráticos para resolver una situación que podía complicarles la vida a padres, alumnos y profesores. En el compromiso con la educación, en el todos a una como en Fuenteovejuna, la sociedad en su conjunto se alineaba con el sagrado compromiso de enseñar a los que no sabían con el claro objetivo de convertir a los alumnos en hombres hechos y derechos. Tiempos ya en los que se afirmaba que la letra con la sangre entraba y en los que el padre dos hermanos, amigos míos, le dijo a don Antonio Carrasco: “Leña no me les ahorre”.
Ya en el Instituto de Enseñanzas Medias todo quedaba reflejado en un libro escolar -que todavía conservamos- en el que se reflejaban las calificaciones de todo el Bachillerato. La burocracia se dejaba para una secretaría que cuidaba del rigor de los expedientes académicos y de las otras muchas cuestiones que hoy día, desde un rechazo general, recaen sobre el trabajo de los profesores. Metodología la justa y necesaria. Programaciones las que establecía el Estado. Autonomía la que mandaban las leyes. Los profesores estaban para impartir la asignatura, los alumnos para interesarse y aplicarse en los conocimientos que les eran enseñados y los padres, también las madres, para educar desde los hogares de las buenas costumbres. Los resultados finales, a vuela pluma y sin la presencia de los informes PISA, no fueron malos. Los niños, adolescentes y jóvenes alcanzaron el grado de instrucción preciso para poder incorporarse a un mercado laboral complejo y cambiante. Seguramente, ciertamente, la principal queja es la que tuvo que ver con una desigualdad en las oportunidades que siempre favorecía a las clases pudientes. Aunque, verdad es, sólo puede mirar por encima del hombro el que puede y no el que quiere. Y más aún: “Lo que la naturaleza no da, Salamanca no presta”.
Las primeras enseñanzas, de importancia capital para la vida de las personas, reclaman una atención preferente y un compromiso colectivo que va mucho más allá de los intereses partidistas y partidarios. El adoctrinamiento, desde una enseñanza impartida cuando los sesos de un chiquitín aún están tiernos, supone un atentado contra la integridad de las personas que han asumido al Estado como garante y defensor de los principios que manan de una Constitución que comprende a todos y que a todos debe defender.  Y los políticos, todos los políticos, que no han propiciado un consenso a la hora de concebir y planificar una educación para todos merecen, cuando menos, una celda en la cárcel de papel.

lunes, 7 de febrero de 2011

Gigante

Supongo que cualquier ser humano de buena voluntad andará confuso -al igual que yo- al no poder entender, saber o averiguar, hasta dónde seríamos capaces de llegar las personas ante la dolorosa tesitura en la que nos coloca esa decisión suprema que consiste en atentar contra la tierra que nos sirve de apoyo y otorga el sustento a cambio de obtener los réditos espurios que devengan los atentados ecológicos. La cuestión de nuestro ser o no ser ante ese humano comportamiento tendría que valorar, en primerísimo lugar, si el fin justifica a los medios en decisiones fundamentales e, incluso, si el fin en sí mismo podría ser colocado por encima del bien y del mal.  Y la cuestión queda agravada en la medida que al alterar el orden establecido -confundir el fin con los medios y viceversa- ya entra en liza un código ético que ha sido forjado, a lo largo de los años, en la fragua de un ardiente Vulcano. Golpe a golpe, verso a verso.
Dicen que el fin perseguido a la hora de construir el nuevo puerto industrial en Granadilla estriba en alcanzar un crecimiento del nivel de desarrollo económico y social de la comarca sureña. Como se entenderá, dado el cariz que mantiene la crisis económica, la innegable creación de nuevos puestos de trabajo constituye un argumento lo suficientemente sólido para ser tenido en cuenta porque a todo bien nacido le asiste el derecho de ganarse el pan con el sudor de su frente. No obstante, por el contrario, como razonamiento que se opone al primero, los que no están de acuerdo con la construcción del puerto basan su argumento en lo que consideran es un atentado ecológico sobre los fondos marinos que se van a ver afectados. Según ellos, los que se apoyan en fundamentos no compartidos por toda la comunidad científica, antes que los puestos de trabajo están las praderas submarinas en las que nacen y crecen las sebas. Sin pasiones, dejando a la vera del camino a los intereses particulares, partidistas o partidarios, ¿cuál de las dos posiciones debería ser atendida? Y, de parecida manera, repetimos la pregunta: ¿En el supuesto de que en los fondos pertenecientes a Canarias existiera petróleo, debería o no ser extraído? ¿Qué peso argumental deberíamos colocar en cada plato para inclinar el fiel de la balanza hacia uno u otro lado?
Este tipo de decisiones no son nuevas aunque si se nos revela como nueva una conciencia ecológica más pujante y más extendida que antaño. Si nos paráramos a recordar terminaríamos por concluir en que los buenos de la película Gigante fueron los que quisieron mantener la existencia de una explotación ganadera que se identificaba plenamente con la tierra tejana. El malo fue aquel que encontró petróleo y no se detuvo a pensar más allá que en hacerse rico explotando los yacimientos. Ahora mismo, en la Francia de la libertad, igualdad y fraternidad, el Estado no para a la hora de buscar unos yacimientos de petróleo casi en el mismísimo subsuelo de París.  Ya los franceses tienen pozos en explotación y otros pendientes de la concesión de los permisos correspondientes. A este paso, y si algún ser superior no lo remedia, las viñas que dan los mejores vinos y las vacas que dan la mejor leche -y con la leche el queso- dejaran paso para que se proceda al más lucrativo negocio que mana del oro negro. Y la pregunta sigue siendo la misma: ¿Qué Francia queremos? Una Francia pujante en lo económico y social o una Francia con un índice de paro superior al de España
Como se verá, incluso admitiendo que el análisis realizado es muy elemental, anida en nosotros, como seres que seguimos siendo únicos, la posibilidad de opinar, con pleno conocimiento de causa, sobre las decisiones más importantes que se toman en esta tierra que es más préstamo de nuestros hijos que herencia de nuestros padres. Cosa bien distinta es que nuestra opinión sea atendida incluso contando con una mayoría en las urnas que se opone a la destrucción del planeta. Y para muchos no resulta convincente lo de los males necesarios porque así se comienzan las guerras. En fin, que unos brindarán con petróleo y otros lo harán con champán. Como debe ser.

miércoles, 2 de febrero de 2011

Plato único

Cuando uno se ve obligado a comer frugalmente, con esporádicas variaciones e, incluso, de manera infame, nuestra propia naturaleza va aceptando con singular alegría las evoluciones -a mejor- experimentadas como consecuencia del vivir más desahogado que nos fue deparando la superación de un nivel de vida que, poco a poco, fue sustituyendo al parco vivir que siempre signó los tiempos de la posguerra. Pero no ocurre lo mismo cuando se desanda el camino en sentido opuesto, es decir, cuando de una manera de comer abundante, variada e, incluso exquisita, nos vemos obligados a comer poco, mal y de pura limosna. Presumiblemente sea el estado de la gastronomía del lugar uno de los mejores indicadores para evaluar cómo le van las cosas a los ciudadanos que viven, nacen y mueren en un pueblo o ciudad concreta.
Cuando en las películas en blanco y negro nos ofrecen la estampa callejera en las que se ve la cola de transeúntes alrededor de una marmita en la que se ofrece, de manera gratuita, un plato de comida humeante y caliente, no podemos por menos que recordar aquellos tiempos de posguerra en los que, en los comedores de Auxilio Social, se trataba de no darle tregua a las ganas de comer -al hambre incluso- que anidaba en los estómagos de los que antes que humildes fueron pobres. Los que tuvimos la oportunidad de probar la pitanza ideada por la gente del régimen sabemos, bien que lo sabemos, que la buena comida nace de los buenos ingredientes y no, como se pretendió en aquel tiempo pasado, del mayor de los voluntarismos. Y como el dinero para los ingredientes salía de la venta de emblemas -¿recuerdan los emblemas en los cines?- y de las aportaciones ofrecidas por los que, estando en una posición desahogada, no olvidaron el sagrado compromiso de dar de comer al hambriento, lo normal era que lo que se ofrecía en los platos a veces fuera rechazado por una primera impresión que nos cerraba la boca del estómago. Y es que cuando el arroz blanco se servía en un plato a modo de poliada de harina los comensales preferían aventarlo a los cuatro vientos antes que ingerirlo no fuera que al hacerlo se les pegaran las tripas.
Fue un tiempo aquel en el que a los comedores de Auxilio Social se le sumó la Orden que obligaba a los restaurantes a servir un plato único dos veces al mes. El restaurante cobraba, por ley, lo mismo que si diera dos o más platos y los comensales aceptaban las condiciones establecidas porque el sobrante de dinero servía para ayudar a los comedores de Auxilio Social. Con el paso de los años y sin salirnos de la dictadura del general Franco los comedores de Auxilio Social fueron desapareciendo del mapa porque en casi todos los hogares ya había lo suficiente para hacer un caldero de potaje. Y fue así que, dejando atrás aquel tramo de nuestro calvario, se pasó al salir a comer fuera, a acudir a los restaurantes en los que se servían tres platos y postre, etcétera. En definitiva que pasamos de lo negro a lo blanco sin pasar por la tonalidad de los grises.
Antes de que llegara la crisis todos sabíamos que nos estábamos pasando de la raya en muchas y variadas cuestiones. En los restaurantes más caros, los que cobraban 60 ó 70 euros por cubierto, había que echar mano de una buena manga para que nos concedieran una mesa. De la costumbre de comer fuera los fines de semana se pasó a la de comer fuera todos los días. El morapio de la tierra (¿) fue sustituido por los más refutados vinos de la España continental y, ya en el colmo, a la sidra la arrinconó el champán. En más de una ocasión, observando el formidable derroche, escuchamos decir a los visitantes foráneos que aquí parecía que atábamos los perros con longaniza.
La sociedad canaria, que no había sido acariciada por un progreso social bien entendido, se topó, irremediablemente, con una crisis económica que se ha prolongado en el tiempo -y lo que te rondaré morena- y, como consecuencia de ello, los comedores que ahora se llaman sociales se han multiplicado como hongos. Y a la imperiosa necesidad de dar de comer a la familia, los que hasta el otro día comían muy bien, se han visto obligados a superar su vergüenza para compartir mesa con el desconocido que se sienta a su lado. Yo, que esto escribo, y usted, que lo lee, sabemos que puede llegar un día en el que ocupemos lugar en uno de estos comedores. En este caso, nadie está libre de pecado. Y es que cometimos un pecado el día aquel en el que se nos ocurrió votar por los que nos engañaron con un auténtico cambio que nunca llegó.

viernes, 28 de enero de 2011

Luna nueva

En su desmedido afán por recortar los gastos que se generan en los inmuebles e infraestructuras destinadas al uso público el Gobierno de Canarias ha decidido suprimir el horario vespertino de los funcionarios. En esta decisión, que cabalga sobre los lomos de la tragicomedia, podría pensarse que hay gato encerrado ya que, analizando la cuestión, se matan dos pájaros de un tiro. Por un lado, bajo el pretexto de un ahorro significativo de energía, se le birla al personal la posibilidad de conciliar la vida laboral y familiar con el añadido de la media jornada de los lunes y, por otro lado, se pretende dar a conocer a la ciudadanía que el ahorro empieza por uno mismo. Y lo que no se dice, porque no conviene, es que en el resto de las horas diurnas se trabaja con el alumbrado fluorescente a toda mecha porque la mayoría de los edificios, llamados enfermos, fueron proyectados de espaldas a una climatología cálida, luminosa.
Las egregias mentes que parieron esta medida deberían saber que, en este caso concreto, el ahorro en energía se corresponde con el chocolate del loro. Porque lo que tendría que hacerse, ya que lo establece la ley, es realizar un exhaustivo estudio en todos los locales de trabajo -públicos y no públicos- para ver si cumplen con los niveles de iluminación legalmente establecidos. Ya va siendo hora de contemplar a un inspector de trabajo, luxómetro en ristre, comprobado si un trabajador está perdiendo la vista por culpa de los excesos o defectos de luz. El nivel de iluminación en un lugar concreto de trabajo debe mantenerse constante y es mala manera de intentar ahorrar energía apagando el alumbrado artificial si el Sol, como ocurre con frecuencia, está cubierto por las nubes. Como es fácil entender ahorrar energía a costa de la salud de los trabajadores es una medida ilegal y condenable. Para apuntalar mi particular manera de pensar digamos que los desarrollos tecnológicos actuales permiten poner en práctica métodos y sistemas en los que prima la eficacia.
En los momentos difíciles, y ahora vivimos uno de esos momentos, la gente tiende a utilizar a la odiosa comparación para ponerle una barrera a sus males. Pues bien, desde esa odiosa comparación y refiriéndonos al tema de la luz, a la mayoría de las personas se les ha ocurrido pensar que si las prácticas deportivas se realizaran a plena luz del día nos ahorraríamos un buen pico. Verbigracia,  el pasado domingo, el día en el que el Club Deportivo Tenerife jugó por la mañana, sus arcas no se vieron agravadas por una importante cantidad de dinero. En realidad lo que el Gobierno anuncia ahora, ese pírrico ahorro de energía en los edificios públicos, se corresponde con una política de gestos. Son los brindis al sol de los que no saben cómo afrontar las soluciones a una crisis que ya pasa de castaño oscuro.
Volviendo a los niveles de iluminación digamos que frente a los 250 lux recomendados para una oficina se oponen los 1.000 lux necesarios para retransmitir un partido de fútbol con la televisión en color. Ante tamaño derroche de energía nos encontramos con la luz gratuita de de la luna nueva que permite recorrer un camino con total seguridad en medio de la oscuridad de la noche. Lo que pretendo decir es que las antiguas fuentes de luz -naturales y artificiales- podrían ser el referente necesario para proyectar y resolver lo que hoy día se ha convertido en un auténtico derroche de energía. En resumen, que ni tan poca luz como antes ni tanta luz como ahora.
De auténtico dislate puede ser considerado utilizar la modificación del horario laboral con el propósito de ahorrar energía ya que, una de las ventajas de la luz artificial consiste en poder establecer tres turnos de trabajo en las fábricas e industrias de todo tipo. El ahorro de energía, aunque necesario, encuentra su límite allí donde la calidad de vida comienza a verse resentida. Esta medida con la que ahora nos ha sorprendido el Gobierno de Canarias no soluciona nada pero da pie para pensar que aquí hay gato encerrado. Vamos que se pretende matar dos o más pájaros de un tiro.  

lunes, 24 de enero de 2011

Alcaldada

Aunque cada día tengo más dudas al respecto lo cierto es que sigo pensando, como español y canario, que sigo viviendo en un estado de Derecho y en un régimen de libertades democráticas.  En este país en el que nos ha tocado vivir y bajo ese estado de Derecho somos las suficientes personas -varios millones de seres humanos- para exigir un sistema normativo que pueda hacer posible la convivencia ciudadana aunque el gusto de cada uno por una manera determinada de vivir se vea condicionado. La libertad de cada uno, un principio ético por el que se podría dar la vida, debe ser aceptada en la medida que no atente contra la libertad del otro. Muy conocido es ese ejemplo en el que se nos muestra a un individuo que es llevado a la presencia de un juez porque había entendido que podía ir dando manotazos a su alrededor incluso cuando en su radio de acción alguna persona sufriera las consecuencias de sus golpes. La normas que nos hemos dado a partir de lo que se aprueba por nuestros representantes en la Cortes Generales con toda seguridad no nos convencen a todos, más aún, existen leyes vigentes que uno entiende, desde el foro de su propia razón, que son injustas. Y pueden existir leyes injustas porque el poder establecido, en manos de unos políticos advenedizos y presos de su ansia de poder, establece normas legales que tratan de dejar contentos a los unos y a los otros, al trabajador y al empresario, al que condena y al que es condenado, al policía y al ladrón….Así, de esta manera, y sin que se lleguen a tener claros, como el agua clara, los derechos y deberes de todos y cada uno de nosotros lo normal es que muchas más veces de las deseadas no estemos contentos con el fallo de los tribunales.
Al rey la hacienda y la vida se ha de dar;
                                                      pero el honor es patrimonio del alma,
                                                      y el alma sólo es de Dios.
Presumiblemente en estos versos de Calderón quede reflejado ese innato rechazo de la sociedad a lo que establecen las leyes que, sin duda, están para ser cumplidas. Para ser cumplidas por todos, sin excepciones, ya que, de no ocurrir así, cada uno podría cumplir con aquello que le interesa y pasar por alto lo que podría perjudicarle. La libertad nace de la justicia y la justicia del bienestar de todos. Y lo recién dicho, que no deja de ser una utopía para nuestro pensamiento, nos hace vivir la esperanza de un mundo mejor por más justo. Bien, pues así las cosas, consideramos una auténtica alcaldada que Paulino Rivero Baute , presidente de la Comunidad Autónoma -y corredor de maratones en su tiempo libre-, haya decidido, a golpe de Boletín, considerar de interés general la retransmisión de un partido de fútbol  para apuntalar su cosecha de votos. Sin encomendarse a Dios ni al mismísimo demonio se ha sacado de su mágica chistera una norma establecida para situaciones de emergencia ignorando que los derechos de la retransmisión ya se habían fijado y pactado entre una televisión nacional y el equipo de los birrias. Ante tamaño derroche de prepotencia ha bastado que una de las partes contratantes amenazara con acudir a los tribunales para que don Paulino se arrugase como si fuera un higo pasado. Parodiando al añejo canto diremos que su vida, a partir de ahora, queda marcada por las leyes. Las leyes establecidas en un estado de Derecho y en un régimen de libertades democráticas.
Desde este ramalazo de despotismo ilustrado nuestro Presidente decidió proporcionarle una buena nueva a su pueblo sin dejar que ese mismo pueblo haya participado en una decisión poco o nada acertada para los tiempos que corren. A partir de un paternalismo mal entendido Paulino Rivero nos hizo retroceder al pan y fútbol -o toros- de los tiempos de Franco para que la gente olvidara sus penas durante un par de horas. Sin que todavía hayamos podido asimilar la medida tomada por el Gobierno de España con respecto a los controladores del tráfico aéreo -cuando veas las barbas de tu vecino arder…- el máximo dirigente político de esta comunidad mete su pata hasta el corvejón al decidir televisar un partido de fútbol desde su particular elevación por encima del bien y del mal. Al parecer don Paulino, ex alcalde de El Sauzal, no sabe que a la rana no se le puede hablar del océano porque nunca ha salido del charco.

jueves, 20 de enero de 2011

Ángel de la guarda

A pesar de mis naturales e imperecederas dudas sobre las cuestiones de fe confieso que siempre he admitido la existencia de un ángel de la guarda que sobrevoló sobre nosotros en los irrepetibles y añorados años de la infancia. Y es que sólo admitiendo la existencia de este ángel puede llegar a entenderse que sigamos todavía con vida después de haber expuesto, en nuestras incontables correrías, la integridad de nuestro físico en acciones imprudentes. Cuando en Santa Cruz de Tenerife, ciudad capital de la isla, convivían en plena armonía el campo y la ciudad no pudo pasar desapercibida la existencia de numerosos estanques y de no pocas charcas a los/las que acudíamos regularmente para coger pescaditos o disfrutar con un baño. Ahora mismo, cuando esto escribo, se me eriza la piel al recordar cómo, sin aún saber nadar, desplegábamos un elemental y rudimentario cedazo en los muchos estanques que carecían de protección a pesar de la profundidad de sus aguas. Allí, en lo que eran necesarias reservas para el riego de las huertas, un paso, un solo paso, en falso nos hubiera costado la vida. Pero, ya ven, nuestro ángel de la guarda nos protegió, una y otra vez, bajo la sombra de sus alas.  
A saber qué podíamos haber visto nosotros en unos peces tan poco atractivos para querer pescarlos y obligarlos a vivir en una botella cualquiera. Claro es que ahora no podemos realizar un análisis objetivo de lo sucedido porque del niño de ayer sus pasos se han perdido. Las sensaciones de aquel pasado glorioso murieron -sí, murieron- en nuestra metamorfosis hacia la adolescencia y la mayoría de edad. Y es por eso, porque resulta imposible recuperar el pasado emocional, que les recomendamos a los niños de hoy que vivan, en su total plenitud, la edad considerada de oro.
Que vivan los privilegios de esa edad y que no se les ocurra, como nos ocurrió a nosotros, liar el bañador bajo una toalla para aprovechar las noches de luna llena y acudir, sin pedirle permiso a nuestros mayores, al encuentro con el agua acumulada en la charca del Rosario. Saliendo de las calles del barrio, cruzando bajo el puente Zurita y desandando el camino que cruzaba la finca de Los Picos, nos topábamos con una charca –enfrentada, casi, con la vieja cárcel- en la que hacíamos pie y nos liberaba de nuestro miedo a perecer ahogados. Como si estuviéramos en un balneario de agua dulce observábamos a nuestros compañeros de aventuras envueltos por el rielar de la luna, lunera y cascabelera. Nadando, todo lo más como los perritos, el calor del estío se soportaba mejor en la noche y en nuestra absoluta rebelión a las normas establecidas. A saber, vaya usted a saber, si ahí se afianzó mi confesada rebeldía con causa.
Santa Cruz de Tenerife, ciudad capital de la isla, amanecía al sol de la mañana deslumbrándonos con sus espejos de agua. Sus estanques y sus charcas nos llamaban, retadores, sin saber, porque no podían pensar, que acudiríamos a su encuentro con la seguridad que nos otorgaba el ángel de la guarda. Los peces, que habían convivido con el verde y maloliente musgo, en las botellas translucidas y en las charcas, en las noches de luna llena, la improvisada piscina para aprender a nadar. Y sigo siendo reacio, cada día más, a las cuestiones de fe pero, siempre hay un pero, sigo pensando que existe un ser alado que protegió nuestra infancia. Ángel de la guarda, dulce compañía…

miércoles, 19 de enero de 2011

¿Y con estos mimbres...?

La proximidad de las elecciones autonómicas y locales ha originado que salgan a la luz, fuera de su caparazón, los cuerpos -y suponemos que también las mentes- de los que se van a convertir en protagonistas futuros en la película de los partidos. Hasta ahora no ha habido muchas sorpresas y de ahí el que nos hayamos puesto las manos sobre la cabeza, como señal de nuestro escándalo interno, al comprobar la capacidad que tiene el ansia de poder -más de un egregio pensador asegura que el deseo por alcanzar el poder es superior al que establece el instinto sexual-. Y ese nuestro escándalo interno tiene que ver con la indignación que padecemos al comprobar que muchos de los que vuelven a presentarse -porque mola mucho seguir en el machito- han demostrado su palmaria cadena de errores y, aun así, no se les sube el rubor al pretender reeditar sus macabros relatos.
Canarias es, a la vista de propios y extraños, una inacabable cadena de errores políticos con la que se ha sujetado las aspiraciones y las esperanzas de un pueblo. Ni los partidos mal llamados de izquierda, los del falso centro y la derecha, han conseguido que los canarios nos sintamos orgullosos de nuestro devenir. Desde que se inició el período democrático Canarias ha vivido siendo presa de un continuo sobresalto sólo atenuado desde la ayuda europea. No debemos caer en el error que supondría pensar que en estas Islas, la tierra alejada y más española de todas, el subdesarrollo cultural, social y económico, es un rasgo atávico que, como tal, se pierde en el oscuro túnel del tiempo. No deberíamos pensar eso porque aquí, en este Archipiélago, han nacido, crecido y florecido, incontables empresarios que han sabido comerse todo el pastel al que cien moscas acudieron. Al soco de las ayudas europeas y estatales -ayuda al tomate, al plátano, al sector ganadero, a la industria, al comercio, etcétera- los empresarios han amasado importantes fortunas en una sociedad que, en los tiempos mejores, sólo pagaba sueldos de hambre. El contraste entre los que más y mejor han aprovechado la tarta es tal que obliga a nuestra mirada crítica a realizar una interminable adaptación al claroscuro.
Toda fortuna es culpable; eso pienso. Y, ante esa culpabilidad genuina, los políticos que se ejercitan aquí no han sabido, querido o podido, ponerle el cascabel a un gato que tiene más de siete vidas. Nuestros políticos en ejercicio, los mismos que ahora vuelven a presentarse, realizan sus ejercicios espirituales junto a unos empresarios que se siguen quejando de la crisis sin vivir las penurias que la crisis genera. Por el contrario, el pueblo llano, el que ahora es convocado a las urnas, no convive con los políticos porque éstos, que son listillos, no están dispuestos a compartir la resumida comida que se sirve en la mesa del pobre. Ellos acuden, solícitos, a las bacanales organizadas por unos empresarios que pretenden, desde un derroche de la cara dura, que se legisle de conformidad con sus propios intereses. Son los saraos al aire libre o en el mejor de los interiores en los que, los que ahora son llamados a las urnas de forma masiva, participan sirviendo la comida y el morapio.
Mi tío Marcos, impenitente pescador en nuestra bajura, tenía unas nasas para capturar camarón y unos tambores para morenas realizados con mimbre. Con el mimbre de los barrancos de Anaga que era arrancado, según contaba un veterano pescador de San Andrés, en función del estado de la marea. Con buenos mimbres y con mucho mimo las nasas y los tambores mostraban día a día su eficacia atrapando unos frutos concretos de la mar próxima. Así que daba gusto realizar la laboriosa obra artesanal. Pero nosotros, con estos mimbres políticos, qué podemos hacer. Yo sé lo que voy a hacer… pero no lo cuento. Y de entre ustedes sé, que muchos volverán a elegirlos, porque existen poderosas razones que establecen y mantienen al clientelismo político. Allá cada cual con su conciencia. A todos esos, a los que conforman el voto cautivo, decirles que con esos mimbres sólo conseguirán elaborar una malísima cesta. Incluida la de la compra.

lunes, 17 de enero de 2011

El mito fotovoltaico

El mayor daño ocasionado a la energía fotovoltaica, después de que se hayan desvelado los fundamentos bastardos en los que se apoyaba el engañoso negocio de esta fuente de energía, limpia e inagotable, tendría que ser buscado en una torpeza del Gobierno de España difícil de superar y en una sed, como la del usurero, de dinero fácil por parte de los empresarios a costa de unos ciudadanos que han tenido que rascarse el bolsillo, después de creerse las bondades contadas, al verse obligados a pagar un precio por la energía superior, muy superior, al que le correspondería en el supuesto de que todo el juego hubiese sido limpio. Ya, a estas alturas de la historia, no estaría de más que todos nos aplicáramos en analizar y entender los motivos que nos han conducido a dejarnos embaucar con esa monumental falacia empecinada en convencernos que el futuro energético de este país debe apuntalarse en torno a unas formas de obtener energía que no contaminen al medio natural. Y es que, ya ven ustedes, los que enarbolaban la bandera de la energía fotovoltaica como energía verde no han tenido ningún tipo de reparo a la hora de aplicarse en un fraude generalizado que ha dañado a los fondos del erario.
Quede constancia de que no pretendo con este artículo el imposible que supondría poner en tela de juicio al efecto fotovoltaico en células electroquímicas descubierto por Becquerel en 1839. Tampoco negar que fue en 1954 cuando se obtuvo una célula solar capaz de convertir con eficiencia la energía solar en energía eléctrica gracias al esfuerzo investigador de Chapin, Fuller y Pearson. Y, confieso rendirme, ante la aplicación práctica de la energía fotovoltaica en la nave espacial Vanguard 1 en 1958. Todos estamos obligados a plegarnos ante las evidencias que establecen las verdades científicas pero es esa misma obligación la que nos conduce a realizar un esfuerzo de comprensión que nos permita asimilar lo bueno y lo malo que se engendra a la hora de llevar a la aplicación práctica los experimentos del laboratorio. Verbigracia, la energía que se genera en los paneles fotovoltaicos no es para nada ajena al ingente gasto de energía que se emplea para la obtención de las células solares de silicio. De igual manera conviene saber que la vida del panel solar es corta y que los costes de inversión de una instalación fotovoltaica son enormes. Todo esto incide, como es natural, en el coste de una energía producida que puede multiplicar hasta por ocho el coste de la energía convencional. Con independencia de estos graves inconvenientes de tipo económico tendríamos que contemplar las limitaciones de una generación de energía muy cambiante -la climatología sigue estando vigente- y que pasa a ser cero, es decir, nula, en las horas nocturnas.
Pese a todo lo dicho, al Gobierno de España, presidido por Rodríguez Zapatero, no se le ocurre otra cosa que liarse la manta a la cabeza antes de parir una normativa que permitió, a personas que nada sabían de los negocios eléctricos, invertir -las subvenciones estatales estimularon a los negociantes- en huertos solares como una alternativa muy aceptable frente a las inversiones en ladrillos. Fue así que el territorio nacional se llenó con el negro azulado de los huertos solares que han estado, según se demuestra ahora, fuera de control. Para refrescar nuestras ideas comunico que el comienzo de lo que ahora se ha convertido en un mayúsculo fraude fue en 2007 y todo al calor de las astronómicas primas -450 euros por megavatio-. Todo esto con el sello del Ministerio de Industria que dirigía Joan Clos. Ante este panal de rica miel no faltó quien se movió ligero para comenzar a montar paneles fotovoltaicos y, así, poder generar una energía que fue incorporada al mercado con el sello del verde que te quiero verde ecológico. Y no contentos con el negocio redondo que suponía producir a sabiendas de las subvenciones estatales se dedicaron a instalar mayor potencia que la concedida, a utilizar grupos electrógenos para producir de noche, a repotenciar los campos después de que éstos fueran autorizados por la autoridad competente… Hicieron prácticamente de todo porque el único objetivo era producir más para recibir más por las primas.
Al día de hoy, a la espera de la liquidación definitiva, los datos hasta noviembre de 2010 arrojan un gasto de 5.200 millones de euros en ayudas a renovables. Téngase en cuenta, para tener una idea más clara de las cifras, que el presupuesto de la Comunidad Autónoma Canaria asciende a 6.894,6 millones de euros. De los 5.200 millones, 2.136 millones, es decir, el 41% va a parar al sector fotovoltaico que, para más inri, sólo aporta el 2% de la energía consumida en España. También al día de hoy, las iras desatadas de los que invirtieron en este sector tienen mucho que ver con la tardía reacción gubernamental, de la mano de Miguel Sebastián, que ha decidido pasar de los 450 euros por megavatio de subvención a los 13,85 euros para la misma cantidad de energía. Así las cosas, de la mano del BOE, un negocio que se prometía boyante ha pasado a ser un negocio con la amenaza de quiebra técnica. En resumen, un disparatado error de la Administración estatal que ha puesto sobre el tapete, casi al pie de los caballos, a una forma de energía de la que se puede esperar, en un futuro no lejano, prometedores resultados técnicos y económicos. 

miércoles, 12 de enero de 2011

Sólo queda rezar

No me creo con la suficiente calidad espiritual para intentar tratar de convencer a los practicantes cristianos, a los que creen que la mano de Dios está presente en todos nuestros actos, para que abandonen su creencia porque yo pienso que no se resuelve nada de lo que el hombre o la naturaleza ha deshecho alzando la vista hacia el cielo tratando de encontrar a ese ser invisible o arrodillándose para rezar pensando que todo volverá a su lugar cuando el Señor lo considere oportuno. Y confieso esto a propósito de Haití y del pensamiento generalizado que se ha instalado en la isla caribeña sobre el porqué de sus desgracias y la forma y maneras a emplear para resolver el caos en que viven. Cualquier persona medianamente ilustrada sabe que las causas del terremoto pueden ser demostradas científicamente, es decir, que desde el saber de los hombres puede ser argumentada una cuestión que es terrenal y que nada tiene que ver con Dios y lo que Dios representa para los que han convertido la religión católica en un asunto que entronca con el fundamentalismo.
Como a perro flaco todo se le hacen pulgas al terremoto le sucedió el cólera y, entre medio, un auténtico lío con un dinero para ayudar que nadie sabe dónde está. Ciertamente los haitianos tienen motivos más que suficientes para pensar que han sido dejados de la mano de los hombres. Pero ellos, hombres también, no tienen reparo alguno para, aprovechando las sombras de la noche, ultrajar, violar, a sus mujeres -incluidas las niñas- siguiendo la llamada de un instinto poderoso, elemental y prosaico. Y no me parece bien, nada bien, que quienes reclaman una ayuda del exterior se comporten como auténticos animales con su propia gente. Soy de los que piensan que todos los pueblos del mundo están obligados a labrarse su propio futuro con el esfuerzo de todos. Ya es tiempo de pensar, ante una serie de desgracias, que lo único que podemos hacer es rezar y esperar a que llueva el maná. Antes que eso lo más conveniente sería coger un pico y una pala para tratar de ordenar las escombreras.
Allí donde se sigue practicando el vudú, las magias blancas y negras, están obligados a entender que el cólera desatado también encuentra sentido en los modernos estudios médicos. Hay que aplicarse, porque ya va siendo hora, en todo aquello que la higiene puede hacer a favor de un pueblo al que se le han venido las casas encima porque estaban mal construidas; incluso sabiendo que se alcanzó al 7 en la escala de Richter. Las imágenes de un hospital moderno, abandonado a su triste suerte nos obligan a pensar que el pueblo haitiano y sus dirigentes políticos no están a la altura. Espero que no le echen la culpa al resto de los mortales de su secular torpeza. Bueno está que sean líderes a la hora de bailar y cantar -el folclore merece ser respetado-  pero sería mejor, mucho mejor, que junto a las manifestaciones folclóricas esté también presente una educación acorde con lo que se exige en los países modernos.
Con la Iglesia hemos topado, claro. Con una Iglesia que pone su máximo empeño en hacerles creer que hay vida después de la muerte y que la resurrección de la carne nos llevará a todos, creyentes y no creyentes, hacia un paraíso. Eso es lo mismo que pensaban los que se inmolaron en favor de la causa en las torres gemelas. Y ya se ve, para conmemorar los días de la desgracia, todos juntos al templo ya que, según confiesan los propios haitianos, en aquella isla sólo queda rezar. Y así, rezando, cantando y bailando, las penas son menos. Pues, ojalá que les valla bonito.

martes, 11 de enero de 2011

Espejismo

Por favor, no me pida usted que le enseñe la otra cara de La Luna porque carezco de medios para satisfacer sus deseos. Lo que yo si le ruego a usted, porque es que ando algo confundido, es que me ayude a entender la gravedad de esta crisis económica ya que esta mañana, esta misma mañana, el presidente del Gobierno de Canarias, Paulino Rivero, ha manifestado ante el micrófono de una radio local que no se puede hablar de una crisis generalizada a la vista de cómo se ha visto a la gente comprar, comprar compulsivamente, por estas fechas pasadas. Y si le hemos prestado atención a las palabras del Presidente es porque uno ha escuchado a más de uno pronunciar en alta voz: ¿Crisis, de qué crisis me hablas si todo el mundo está comprando comida, ropa, juguetes…?
Pues mire usted, válido interlocutor, no suele ser corriente ver ratas recorriendo las calles, a la vista de todos, y, sin embargo, todos sabemos que en el seno de las alcantarillas se las puede encontrar a miles. Y claro es que no quiero comparar a los seres humanos con las ratas. Lo único que pretendo, con esta comparación descarnada, es dar a conocer que si bien hemos podido ver a cientos, miles, de personas comprando no hemos podido advertir, porque la dignidad les impide mostrarse a la luz pública, a las incontables familias que no han contado con un duro para comprar, ni tan siquiera la comida. Y ni el presidente, ni los que piensan como él, está legitimados para abordar la cruenta realidad de esta folclórica manera porque a su alcance están las listas del paro. Y los que no trabajan no tienen ingresos y, sin ingresos, los ánimos no están para salir y ver a los más afortunados despacharse a sus anchas en los grandes y pequeños almacenes. 
Y le digo a usted, desde el imperio de la lógica, que los que vieron a tanta gente comprando estaban también comprando. Donde no estaban, porque les colocaría en una situación incómoda, es en los comedores sociales o en los hogares donde no hay ni un yogur en la nevera. Y pocas cosas tan didácticas, tan convincentes y crueles, como haber invitado a comer por esas fechas a una de esas familias que está pasando hambre. Yo hice, por mor de la circunstancias de la vida, tal cosa y les confieso, con la mano en mi corazón, que se me cerró el estómago y me tuve que levantar de la mesa. Los fantasmas del pasado vinieron a visitarme y se me revolvieron las tripas. Es decir, que si ese argumento falaz sobre la crisis -que sí está entre nosotros como una plaga bíblica- sirve para que algunos tranquilicen sus conciencias mal hecho. Por mucho que lo intentemos la conciencia tranquila no podrá aniquilar el fallo justiciero del tribunal de la razón.
La tasa del paro en Canarias está situada en el 26,12% lo que supone una cifra de parados de 280.600. Para hacernos una idea más clara digamos que con los parados actuales podríamos llenar 12 veces, hasta la bandera, el estadio Rodríguez López. ¡Hay quién de más! Si a este colectivo de parados les hubiese dado por salir a la calle y ocupar los espacios de los grandes almacenes hubieran provocado un colapso circulatorio. Pero claro, por el hecho de no salir, de no hacerse notar, no existen. Y existirán menos el día próximo en el que se les deje sin ningún tipo de ingresos por obra y gracia del gobierno de Rodríguez Zapatero. Para la gente sensata en el horizonte vital se ve el éxodo de los sin pan canarios. Para el corto de vista la realidad queda desvirtuada por una conocida ilusión óptica: el espejismo.