domingo, 12 de diciembre de 2010

A quién votamos

Ahora que se acercan las elecciones recae sobre nosotros la comprometida acción de decidir el sentido de nuestro voto en función de nuestras ideas y creencias y, además, teniendo muy en cuenta a aquellas personas en las que vamos a depositar nuestra confianza por razones de índole diversa. Ciertamente a lo largo y ancho del período de tiempo que ha caracterizado nuestra ya alongada experiencia democrática no han sido pocos los sinsabores padecidos por culpa de unos políticos que no han dado la talla y que han convertido el territorio nacional en un auténtico campo de batalla. Las luchas intestinas por alcanzar el poder -que siempre se ha mostrado insaciable- han terminado por denigrar a una sociedad que antaño viviera esperanzada -como aquel que fue a la mar por naranjas- y hoy día se ve obligada a soportar todo un rosario de penurias nacidas, generalmente, a la vera del límite de incompetencia que adorna a aquellos que han elegido dedicarse a los menesteres políticos movido más por intereses espurios que por la defensa del bienestar ciudadano.
La mano en la que se mece nuestro voto debe su movimiento a la sintonía que cabalga a lomos de una comunión de intereses que es coincidente con un proyecto político elaborado a imagen y semejanza de nuestra manera de ser y estar en la vida. Y si votamos apoyándonos en las bondades de un proyecto político resulta cuanto menos obvio que nos rebelemos al observar cómo se vulnera de manera flagrante todo aquello que ha sido prometido, ante todo tipo de foros, para terminar siendo incumplido. Resulta doloroso sufrir en propia carne el engaño que supone advertir como se laceran nuestros sentimientos más hondos y auténticos en aras de seguir apegados a un poder que termina perturbando a quien lo ejerce sin desmayo y por los siglos de los siglos.
Los sinsentidos de esa caterva agrupada en torno a los poderes establecidos con el único objetivo de medrar y mantenerse perenemente en el machito dan lugar a que los votantes no las tengan todas consigo al decidir su voto y terminen por integrarse, cada vez más, en ese grupo abstencionista que no para de crecer.  Hay quienes alegan que el voto es un derecho y deber contemplado por la Constitución pero, esto no es obstáculo para que quienes deciden no ejercer su derecho a votar -cuestión legítima dicho sea a propósito- lo hagan desde el derecho que les otorga sentirse burlados por los que dicen una cosa y terminan haciendo otra bien distinta.
Preguntado Platón sobre quiénes deben ser votados respondió: “Los mejores”. Ante esta contundente respuesta uno se pregunta: ¿Y quiénes son los mejores? No faltan quienes terminan concluyendo que los mejores son los más y mejor instruidos pero no siempre es así. Presumiblemente los mejores son los que incorporan a su necesaria instrucción la habilidad para formar un equipo de colaboradores que les ayuden a resolver la complejidad de las tareas de gobierno. Los mejores serán siempre los que antepongan el bienestar común de los ciudadanos al bienestar particular de los que gobiernan. Los mejores serán los honestos y los más justos. Ya vienen las elecciones -por la punta de La Isleta- y con ellas el nada edificante espectáculo que supone presenciar, en el teatro de la vida, el reluciente brillo de las facas y las puñaladas traperas que entran en liza para salvaguardar los intereses creados y para herir al adversario convertido en enemigo.

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