sábado, 8 de enero de 2011

Playa de San Antonio

Un día, recientemente pasado, escuché, a través de una emisora de radio local, que uno de los valores añadidos a la perturbadora idea del concejal santacrucero, Ignacio González, consistente en hacer una playa artificial en la zona de Santa Cruz ocupada por el muelle de Ribera, pivotaba en el visto bueno otorgado por José Rodríguez Ramírez, director y editor de El Día. Al parecer, siempre según palabras pronunciadas por el concejal ante el micrófono, al observar los planos -ya me dirán ustedes qué hacen los planos de lo que podría ser un proyecto municipal en tan egregio lugar-, José Rodríguez Ramírez, presumiblemente envuelto por la emoción, dijo: “ Ignacio, yo me bañé en la playa de San Antonio”. Enternecedor.  Bien, por si le sirve de algo a Ignacio González, confesaré que un servidor de ustedes también se baño en la citada playa. Faltaría más.
Yo me bañé en la playa de San Antonio y solía rondar a los valientes chiquillos chicharreros que se zambullían a recoger las monedas que los extranjeros les tiraban al agua después de escucharles decir: “Moni, moni,…”. Una auténtica fiesta. La playa de San Antonio no fue nunca playa preferida pues, en ella, en la orilla y en el rincón último del muelle, se acumulaban los restos de petróleo crudo, corcho, madera, etcétera. Además, el agua, debido a la disolución en la misma de productos derivados del petróleo, mostraba una característica iridiscencia que nos obligaba a torcer el gesto. Los santacruceros buscaron la solución en las playas situadas al abrigo del macizo de Anaga y fue así que pasaron de la playa que se formaba en la desembocadura del barranco de Tahodio, a la playa de los Alemanes, los Bidones, Valleseco, El balneario, María Jiménez y, echándole valor y asumiendo el riesgo, Los Trabucos. Recuerdo que, desde mi más tierna infancia, la gente del chicharro arrumbaba hacia Las Teresitas buscando la arena negra de la misma. En el estío, la guagua hacia San Andrés rebosaba de gente que tenía que soportar, desde la cristiana resignación, las esperas que eran anteriores a las voladuras de La Jurada. ¡Barreno y fuego y va una, barreno y fuego y van dos, barreno y fuego y van tres! Después del último aviso la carretera temblaba, como señal inequívoca de que la dinamita había explosionado, y daba paso a la guagua colorada. Si mirábamos hacia el sur podíamos situar al charco de la Casona, y las playas que eran frecuentadas por los ciudadanos que vivían en el barrio de El Cabo y Los Llanos.
Nunca, que yo recuerde, a los santacruceros se les escuchó reclamar una playa en la zona del muelle de Ribera y, aún menos, en la zona ribereña limitada por la avenida marítima. Al único que vi nadar por aquellas aguas semiprofundas fue a Roberto Koury, el que tantos churros ha elaborado para los amantes de un desayuno castizo. Lo que ha parido la mente del concejal no se ajusta a una reivindicación añeja del pueblo tinerfeño. Lo que ha pensado Ignacio González da pie para recordar a Einstein cuando afirmó que la estupidez humana, al igual que el Universo, es infinita. La parida de este político de alcurnia es, sobre todas las cosas, una falta de respeto a un Puerto, el de Santa Cruz de Tenerife, que era y sigue siendo lo primero para la ciudad capital de la Isla. Aunque verdad es, el ayuntamiento de Santa Cruz, con el alcalde Zerolo llevando el estandarte, le ha dado la espalda a un enclave histórico que se ha ganado, a pulso, el reconocimiento de todos los tinerfeños de pro. Ay, qué pena, penita, pena. En fin, no los dejes Señor, no los dejes porque es que no saben lo que hacen. Ni lo que dicen.

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