lunes, 3 de enero de 2011

Fruta del tiempo

Si el azar venturoso tuviera a bien regalarme, en un día cualquiera del tiempo presente, el sonido del pito de un afilador seguramente me vería asaltado por un rosario de recuerdos en los que tendría cabida, indudablemente, la figura de don José, la recia estampa del afilador orensano que ocultaba sus ojos tras los gruesos cristales de sus primitivas gafas. Y si ese mismo azar, igual de venturoso, permitiera que llegaran a mis oídos las voces de reclamo -¡a las moras, a las ricas y frescas moras!- de la vendedora ambulante que, sentada bajo la benéfica sombra de la verde arboleda, nos ofrecía a la carnosa fruta depositada en las hojas del moral, caeríamos en la cuenta de que ya había llegado el verano y sus soles de justicia. El verano y la fruta en una estación del año en la que en los campos contiguos el soplar de los vientos agitaba las espigas del trigal. Doradas, maduras, las melenas rubias de las que se desprendían los granos de trigo en la era. Regalo para la atenta mirada de todo lugareño que se beneficiaba con un fruto añorado y buscado a través del esfuerzo.
En el verano, como si la chiquillería percibiera que ya la fruta de leche estaba madura, los cercanos valles -Tabares y Jiménez- se ofrecían a las tentaciones infantiles de todos los que quisimos probar la fruta prohibida. Los higos y las brevas, dulces como la miel, eran el mejor reclamo veraniego y, a su vez, el comienzo de una aventura que nos llevaba a asumir el riesgo que suponía adueñarse de una fruta asilvestrada que tenía sus dueños, legítimos dueños. La tentación vivió allí, en los apacibles valles, y allí fuimos, temerosos, a arrancarle a las higueras sus preciados frutos. Alertados por el mensaje que brotaba de la sabiduría popular nunca nos sentamos bajo la sombra de las higueras para evitar el mal -una pulmonía quizás- como resultado del contraste entre el frescor de la sombra y el calor del sudor de nuestro cuerpo.
Cuando ya en las ventas del barrio se cataba a las sandías los albaricoques, ligeramente ácidos, nos ofrecían su carne y sus pipas. Las pipas del albaricoque, los apreciados cuescos, que nos servían para jugar ganando o perdiendo. Las pipas de los albaricoques, los cuescos, que fueron celosamente guardadas en las bolsitas fruncidas. Duraznos y melocotones venidos de El Hierro. Y las peras sanjuaneras y manzanas reineta que, aprovechando la noche oscura y posterior a los fuegos de campamento en La Atalaya, eran a arrancadas de sus árboles por unos adolescentes que no querían ser despertados por los ruidos de los estómagos vacíos. Sabores y olores únicos los de una fruta del tiempo que nunca tuvo que pasar por la nevera.
Tiempos felices en los que, trepando por el tronco de los papayeros, nos apoderamos de las papayas aunque éstas estuvieran verdes. Aquellas papayas, porque eran de la tierra cercana, podían madurar y ponerse en sazón envueltas en papel de periódicos. Y los tamarindos, que no eran del monte como cantan Los Huaracheros, que eran buscados, encontrados y comidos allí donde se encuentra el tamarindo del Prosparque. Pulpa, de tamarindo, que nos erizaba la piel con su impar acidez.    
Las pitangas del jardín, que no hace mucho reencontré en la finca de Los Picos, fueron las protagonistas del lance aquel, desafortunado, en el que doña Rosario casi abraza a un niño al bañarlo, desde lo alto de la azotea, con agua caliente. Nísperos y membrillos, ácidos también, que hacían que la boca se nos hiciese agua.
La fruta del tiempo. Nuestra fruta que, aunque escasa, no puede compararse con la fruta que, venida de fuera sin respetar estaciones, es vendida todo el año. Tanto es así que, si se me vendaran los ojos como para jugar a la gallinita ciega, y pusieran cerca de mi nariz un higo de leche sería capaz de asegurar, siguiendo un proceso de asociación, que había llegado el verano. El verano, el calor del estío, las vacaciones escolares y una voz que va cantando: “A las moras, a las moras, a las ricas y frescas moras”.

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