jueves, 6 de enero de 2011

Canarias: embrutecimiento de su sociedad

Presumiblemente la acción de educar lleva consigo enseñar para ser y saber estar en la vida. Pues bien, en la medida que durante la existencia del período democrático casi todos los canarios han disfrutado de la oportunidad de asistir a la escuela pública no alcanzamos a entender, con claridad meridiana, cómo ha sido aprovechada la educación recibida por los diferentes alumnos que han asistido a las aulas en la medida que, y los resultados están ahí a la vista de todos, de alguna manera en la comunidad canaria parecen coexistir especies y subespecies de la raza que se desenvuelven en la vida de manera diferente. Evidentemente en cada uno de nosotros anida un ser diferente -somos únicos por tanto- pero esto no es óbice para que, a través de la educación recibida, nos comportemos de parigual manera ante circunstancias parecidas. Verbigracia, a estas alturas del tiempo sería muy raro encontrar a un individuo que sorba la comida de un plato en vez de utilizar la cuchara. Y este comportamiento individual, que nos iguala en el plano colectivo, no supone atentar contra la libertad sino que lo único que hacemos es adaptarnos a unas normas que han sido dictadas por un sistema que está obligado a buscar lugares de encuentro entre todos nosotros.
Los que nacimos y vivimos en Santa Cruz de Tenerife pudimos observar, antes de ser expulsados al extrarradio, a las barriadas, como la gente humilde, incluida la que vivía en la ciudadela, se preocupaba mucho en guardar las formas y mantener el claro deseo de ir mejorando. Cuando llegaban los domingos y los días de fiestas de guardar todos se esforzaban el lucir sus mejores galas para asistir a la misa o a las diferentes sesiones de cine. Y fue así como, aseados y bien vestidos, le dábamos un buen capotazo al negro astifino de las carencias. Otro aspecto, presumiblemente más importante, tendría que situarse en la suma preocupación por las relaciones de convivencia. Respetábamos para ser respetados, saludábamos para ser saludados, queríamos para ser queridos… Nos movíamos en el seno de un ambiente amable cuando la ciudad capital, precisamente, se había ganado el calificativo de hospitalaria. Y claro que nunca compartimos la manera de actuar de un padre que, cuando puso a sus hijos en manos de don Antonio Carrasco -para que les educara-, le dijo sin ambages: “Leña no me les ahorre”. Como tampoco es de recibo lo que ocurre ahora, que padres y alumnos amenazan y pegan a los profesores como si tal cosa.
La chusma y su manera de hacer las cosas. Eso es lo que me ha hecho torcer el gesto en estas fiestas pasadas cuando deambulaba por Santa Cruz. La ciudad, como si hubiera sido tomada por los bárbaros de Atila, no paró de ser testigo de lamentables espectáculos. Hombres y mujeres agrediendo al taxista indefenso, policías burlados por las hordas, guaguas en las que nos vimos obligados a aguantar de todo, gritos desaforados… Eran seres humanos -que no personas- venidas de Dios sabe dónde, que todo lo que lucían sabía a horterada. Desaliñados/das, sucios/as, gritones/nas… No dudo al decir que estos comportamientos no son producto de la crisis económica que nos asola. Esto es debido a una crisis de valores en las familias y a una incorrecta aplicación de la educación.  Lo más triste de todo este asunto es que, a pesar de haber contado con las mismas o parecidas oportunidades educativas, unos las aprovecharon y otros no. Y más triste aún, que los que se dedicaron a perder un tiempo que nunca volverá, son los más agresivos a la hora de exigir las prestaciones que sólo han sido posibles por el esfuerzo de los otros. Llegado ese momento, cuando vengan a reclamar lo que no se han ganado, sería bueno decirles: “El que quiera lapas…”.

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