jueves, 20 de enero de 2011

Ángel de la guarda

A pesar de mis naturales e imperecederas dudas sobre las cuestiones de fe confieso que siempre he admitido la existencia de un ángel de la guarda que sobrevoló sobre nosotros en los irrepetibles y añorados años de la infancia. Y es que sólo admitiendo la existencia de este ángel puede llegar a entenderse que sigamos todavía con vida después de haber expuesto, en nuestras incontables correrías, la integridad de nuestro físico en acciones imprudentes. Cuando en Santa Cruz de Tenerife, ciudad capital de la isla, convivían en plena armonía el campo y la ciudad no pudo pasar desapercibida la existencia de numerosos estanques y de no pocas charcas a los/las que acudíamos regularmente para coger pescaditos o disfrutar con un baño. Ahora mismo, cuando esto escribo, se me eriza la piel al recordar cómo, sin aún saber nadar, desplegábamos un elemental y rudimentario cedazo en los muchos estanques que carecían de protección a pesar de la profundidad de sus aguas. Allí, en lo que eran necesarias reservas para el riego de las huertas, un paso, un solo paso, en falso nos hubiera costado la vida. Pero, ya ven, nuestro ángel de la guarda nos protegió, una y otra vez, bajo la sombra de sus alas.  
A saber qué podíamos haber visto nosotros en unos peces tan poco atractivos para querer pescarlos y obligarlos a vivir en una botella cualquiera. Claro es que ahora no podemos realizar un análisis objetivo de lo sucedido porque del niño de ayer sus pasos se han perdido. Las sensaciones de aquel pasado glorioso murieron -sí, murieron- en nuestra metamorfosis hacia la adolescencia y la mayoría de edad. Y es por eso, porque resulta imposible recuperar el pasado emocional, que les recomendamos a los niños de hoy que vivan, en su total plenitud, la edad considerada de oro.
Que vivan los privilegios de esa edad y que no se les ocurra, como nos ocurrió a nosotros, liar el bañador bajo una toalla para aprovechar las noches de luna llena y acudir, sin pedirle permiso a nuestros mayores, al encuentro con el agua acumulada en la charca del Rosario. Saliendo de las calles del barrio, cruzando bajo el puente Zurita y desandando el camino que cruzaba la finca de Los Picos, nos topábamos con una charca –enfrentada, casi, con la vieja cárcel- en la que hacíamos pie y nos liberaba de nuestro miedo a perecer ahogados. Como si estuviéramos en un balneario de agua dulce observábamos a nuestros compañeros de aventuras envueltos por el rielar de la luna, lunera y cascabelera. Nadando, todo lo más como los perritos, el calor del estío se soportaba mejor en la noche y en nuestra absoluta rebelión a las normas establecidas. A saber, vaya usted a saber, si ahí se afianzó mi confesada rebeldía con causa.
Santa Cruz de Tenerife, ciudad capital de la isla, amanecía al sol de la mañana deslumbrándonos con sus espejos de agua. Sus estanques y sus charcas nos llamaban, retadores, sin saber, porque no podían pensar, que acudiríamos a su encuentro con la seguridad que nos otorgaba el ángel de la guarda. Los peces, que habían convivido con el verde y maloliente musgo, en las botellas translucidas y en las charcas, en las noches de luna llena, la improvisada piscina para aprender a nadar. Y sigo siendo reacio, cada día más, a las cuestiones de fe pero, siempre hay un pero, sigo pensando que existe un ser alado que protegió nuestra infancia. Ángel de la guarda, dulce compañía…

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