miércoles, 9 de marzo de 2011

Leer, escribir...

Cuando Toñi, el hijo del teniente Eugenio, nos espetó, sin ninguna clase de miramientos, que había suspendió en el ingreso a la academia militar debido a que no sabía leer ni escribir, el mundo, tan ancho y tan ajeno, se nos vino encima. Y es que Antonio Pérez Luis había ya obtenido el título de Bachiller y nosotros, con menos años que él, ya presumíamos -sin tener motivos para ello- de saber leer de corrido y escribir con soltura porque habíamos superado el examen de ingreso en el instituto. Sin embargo Toñi, que ya podía hablar con conocimiento de causa después de su amarga experiencia, nos demostró que leer correctamente exigía un gran esfuerzo de concentración para poder darle sentido al texto aplicando una acertada entonación y estableciendo unas pautas siempre de acuerdo con los signos de puntuación. Y fue así que, entre confundidos y asustados, cogimos un texto al azar, leímos un pedazo del mismo, y caímos en la cuenta de que lo dicho por aquel vecino y amigo de la infancia era cierto; no sabíamos leer correctamente. Y mucho más fácil fue comprobar que no sabíamos escribir porque para escribir correctamente se necesitaba una formación exquisita y casi siempre alejada de una enseñanza elemental poco exigente a la hora de evaluar nuestros conocimientos. ¿Y qué es lo que había pasado para que Toñi y todos nosotros hubiésemos sido considerados aptos para cursar el Bachillerato? Pues lo que pasó, pienso, es que las varas de medir utilizadas, en el Instituto y en la Academia Militar, no fueron las mismas. Así de simple, así de verdadero.
El día aquel en el que Alfredo Bryce Echenique nos dio un plantón a la hora de firmar sus libros en nuestra plaza de España, una joven, una leedora impenitente, estaba aferrada a un ejemplar de La Vida Exagerada de Martín Romaña. Inicié una conversación con ella y le comenté que yo procuraba esquivar los libros muy gruesos porque había llegado a la conclusión de que la acción de leer reclama un esfuerzo considerable, agotador. Y fue en ese momento que la chica me contestó que le gustaba mucho leer y que si compraba libros gordos era porque le duraban mucho más a la hora de ser leídos. “Me gusta leer, pero como no dispongo de mucho dinero tengo que apoyarme en los trucos para poder satisfacer mi afición por la lectura”. Bien, pues a pesar de haber vivido aquella experiencia tan enriquecedora yo he seguido en mi erre que erre al seguir manteniendo la tesis de que leer, siempre que lo leído tenga un mínimo de enjundia, supone realizar un esfuerzo y que ahí puede pivotar una de las causas para que se lea tan poco. Se aprende a leer leyendo y sólo los que leen están en disposición de contar por qué lo hacen. Y los que leen en voz baja, aferrados a un supremo recogimiento, harían muy bien en atreverse a leer en voz alta y ante el público para así poder superar un temor que se nos antoja ancestral, al menos en Canarias, y superar con creces el ingreso en una academia militar.
Escribir es otra cosa. Escribir nos obliga a respetar, sin permitirnos ningún tipo de licencia, las normas establecidas por la Real Academia. Escribir supone aislarse temporalmente del mundo real para centrarse, exclusivamente, en rellenar con un mensaje pleno de sentido un folio de papel de color blanco inmaculado. Tal es el grado de reflexión, de auténtico ensimismamiento, que si la totalidad de las horas del día fueran dedicadas a escribir acabaríamos aburriendo y aburriéndonos a nosotros mismos. Después de dedicar gran parte de mi vida a la acción de escribir, no tan bien como quisiera, todavía no he alcanzado a saber por qué y para quién escribo. Lo que sí sé, al contrario que otros, es que escribo para ser leído y no para ir acumulando lo escrito en lo más hondo de una gaveta. Digamos, al fin, que la sensación última es que uno escribe para introducir el mensaje en una botella que puede ir a parar allá a las orillas, a cualesquiera orilla, donde blanquea la salobre espuma.  Nuestra trayectoria vital exige que leamos y escribamos para poder mantener vigente aquello que un día aprendimos no sin esfuerzo. Leer, escribir… dos nobles acciones con cuyo dominio podríamos conseguir ser admitidos en la más exigente Academia Militar. Toñi, el hijo del teniente Eugenio, confesó no saber leer ni escribir a pesar de contar en su haber con el título de Bachiller, así es que, cuando veas las barbas de tu vecino arder...

1 comentario:

  1. Saludos de una lectora impenitente, que siempre te lee y quiere seguir disfrutando y aprendiendo con tus escritos.
    Lo de escribir lo tengo pendiente.Besitos.

    ResponderEliminar