miércoles, 2 de febrero de 2011

Plato único

Cuando uno se ve obligado a comer frugalmente, con esporádicas variaciones e, incluso, de manera infame, nuestra propia naturaleza va aceptando con singular alegría las evoluciones -a mejor- experimentadas como consecuencia del vivir más desahogado que nos fue deparando la superación de un nivel de vida que, poco a poco, fue sustituyendo al parco vivir que siempre signó los tiempos de la posguerra. Pero no ocurre lo mismo cuando se desanda el camino en sentido opuesto, es decir, cuando de una manera de comer abundante, variada e, incluso exquisita, nos vemos obligados a comer poco, mal y de pura limosna. Presumiblemente sea el estado de la gastronomía del lugar uno de los mejores indicadores para evaluar cómo le van las cosas a los ciudadanos que viven, nacen y mueren en un pueblo o ciudad concreta.
Cuando en las películas en blanco y negro nos ofrecen la estampa callejera en las que se ve la cola de transeúntes alrededor de una marmita en la que se ofrece, de manera gratuita, un plato de comida humeante y caliente, no podemos por menos que recordar aquellos tiempos de posguerra en los que, en los comedores de Auxilio Social, se trataba de no darle tregua a las ganas de comer -al hambre incluso- que anidaba en los estómagos de los que antes que humildes fueron pobres. Los que tuvimos la oportunidad de probar la pitanza ideada por la gente del régimen sabemos, bien que lo sabemos, que la buena comida nace de los buenos ingredientes y no, como se pretendió en aquel tiempo pasado, del mayor de los voluntarismos. Y como el dinero para los ingredientes salía de la venta de emblemas -¿recuerdan los emblemas en los cines?- y de las aportaciones ofrecidas por los que, estando en una posición desahogada, no olvidaron el sagrado compromiso de dar de comer al hambriento, lo normal era que lo que se ofrecía en los platos a veces fuera rechazado por una primera impresión que nos cerraba la boca del estómago. Y es que cuando el arroz blanco se servía en un plato a modo de poliada de harina los comensales preferían aventarlo a los cuatro vientos antes que ingerirlo no fuera que al hacerlo se les pegaran las tripas.
Fue un tiempo aquel en el que a los comedores de Auxilio Social se le sumó la Orden que obligaba a los restaurantes a servir un plato único dos veces al mes. El restaurante cobraba, por ley, lo mismo que si diera dos o más platos y los comensales aceptaban las condiciones establecidas porque el sobrante de dinero servía para ayudar a los comedores de Auxilio Social. Con el paso de los años y sin salirnos de la dictadura del general Franco los comedores de Auxilio Social fueron desapareciendo del mapa porque en casi todos los hogares ya había lo suficiente para hacer un caldero de potaje. Y fue así que, dejando atrás aquel tramo de nuestro calvario, se pasó al salir a comer fuera, a acudir a los restaurantes en los que se servían tres platos y postre, etcétera. En definitiva que pasamos de lo negro a lo blanco sin pasar por la tonalidad de los grises.
Antes de que llegara la crisis todos sabíamos que nos estábamos pasando de la raya en muchas y variadas cuestiones. En los restaurantes más caros, los que cobraban 60 ó 70 euros por cubierto, había que echar mano de una buena manga para que nos concedieran una mesa. De la costumbre de comer fuera los fines de semana se pasó a la de comer fuera todos los días. El morapio de la tierra (¿) fue sustituido por los más refutados vinos de la España continental y, ya en el colmo, a la sidra la arrinconó el champán. En más de una ocasión, observando el formidable derroche, escuchamos decir a los visitantes foráneos que aquí parecía que atábamos los perros con longaniza.
La sociedad canaria, que no había sido acariciada por un progreso social bien entendido, se topó, irremediablemente, con una crisis económica que se ha prolongado en el tiempo -y lo que te rondaré morena- y, como consecuencia de ello, los comedores que ahora se llaman sociales se han multiplicado como hongos. Y a la imperiosa necesidad de dar de comer a la familia, los que hasta el otro día comían muy bien, se han visto obligados a superar su vergüenza para compartir mesa con el desconocido que se sienta a su lado. Yo, que esto escribo, y usted, que lo lee, sabemos que puede llegar un día en el que ocupemos lugar en uno de estos comedores. En este caso, nadie está libre de pecado. Y es que cometimos un pecado el día aquel en el que se nos ocurrió votar por los que nos engañaron con un auténtico cambio que nunca llegó.

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