miércoles, 6 de abril de 2011

Camarones de la isla

Una de las faenas pesqueras -pesca de bajura, claro está- de la que guardo los mejores recuerdos es la que está relacionada con la captura de camarones empleando las excepcionales nasas hechas con juncos. En el bote de mi tío Marcos -q.e.g.e-, el Chito, apenas si cabían cuatro nasas que eran colocadas en la proa y popa del singular barquillo canario. En la tardecita del día anterior las nasas eran preparadas con la carnada -restos de pescado conseguidos en la recova- y, cuando la noche casi se nos venía encima, el bote arrumbaba hacia unos caladeros próximos y muy bien conocidos por un pescador veterano. A mí se me dejaba remar en la proa, dándole la espalda a la línea del horizonte, y Marcos bogaba en una posición que le permitía otear el caladero después de realizar una triangulación, sólo conocida por él, con los puntos fijos de la tierra. Llegados al lugar las nasas eran soltadas por la banda y, en su nada precipitado viaje hacia el fondo, arrastraban las calas de soga para marcar el sitio y permitir izarlas a la mañana siguiente. En el regreso a la orilla, pensando en una pesca abundante, el Chito, un buen bote por lo marinero que era, era sacado del agua con la ayuda de unos parales untados con grasa. Por la noche, envuelto por los más dulces sueños y a poca distancia de la batería de costa de Los Moriscos, reponíamos fuerzas para poder remar con energía al día siguiente.
Antes de que llegara el alba, después de observar a Marcos sorbiendo su primera tacita de café bajo la luz de un mechón de petróleo, salíamos con el bote con la esperanza de recibir el obsequio de los frutos de una mar considerada de todos nosotros. Mientras yo mantenía al bote en su sitio moviendo los remos de una manera acompasada, Marcos, que era un hombre hecho y derecho, tiraba de la soga para subir la primera nasa. Ya con el arte a bordo, sin necesidad de abrir lo que había sido una trampa para el camarón, mirábamos a través de los juncos para observar cómo se acumulaban unos camarones de color rojizo que serían plato preferente en los guachinches de las orillas. Raro era el día en el que entre las cuatro nasas no se obtuviese el camarón suficiente para ser usado -como carnada- en la posterior pesca de cabrillas y, además, para vender a los vecinos que sabían que compraban un camarón fresco, oliendo a salitre, de color brillante… Toda una promesa para guisar y ser utilizado como armadero en cualquier mostrador o mesa. Un vaso de morapio o una cerveza siempre sabía mejor si eran acompañados por unos camarones de la isla -camarón narval-.
Después de que el hecho natural -y maldita la gracia que, en este caso, tiene el hecho natural- se encargara de convertirme en hombre, mi relación con el camarón estuvo centrada en la playa de Bocacangrejo; allí donde el legendario Juan Carpio podía mostrar una antiquísima escritura de propiedad: ¿lo sabrá Costas?. En la citada playa tenía una caseta -repleta de nasas, aparejos…- Olegario, primo hermano de Marcos. Cada vez que yo acudía al lugar Olegario, al que había conocido y con el que había convivido de niño en la playa de El Muerto, me obsequiaba con unos buenos puñados de camarón que había guisado utilizando agua de la mar. Nunca había comido camarón como aquel, tan fresco, tan lleno de color, tan ajustado en su punto de sal. Olegario era un pescador de talla, perfecto conocedor de los fondos comprendidos entre la playa de Puertocaballa y la villa mariana y marinera en la que se rinde culto a la patrona de Canarias. Durante muchos años Olegario, que emparentaba con la saga de Los Cojines, fue responsable directo de que muchos tinerfeños pudieran degustar el camarón en los muchos bares y restaurantes que se asentaban en la costa, casi al borde de las orillas en las que se deshacían las olas. Carmelo García Cabrera, director que fuera del Instituto Oceanográfico de Canarias, fue pionero -aunque nunca se le haya reconocido el mérito- en la investigación dedicada al camarón y su pesca en las aguas interiores de Canarias. Supimos, a partir de su impar magisterio, las posibilidades que tenían nuestros fondos si se llegaba a colocar las nasas a 300 metros. Pero, claro, para Marcos, calar las nasas a tamaña hondura suponía embarcar 1.200 metros de soga. Demasiada soga para tan pequeño bote. Camarones de la isla: camarón narval, camarón moro y gambas. Un crustáceo identitario al que hemos sabido sacarle partido. Que les aproveche.

2 comentarios:

  1. Se me ha hecho la boca ...camarón, camaron narval.Lujo de recuerdos.Un abrazo

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  2. Leer tu relato es como saborear ese sabroso camarón; me acabas de traer al recuerdo mis cañas con camarones en la Caseta de Madera y en los guachinches de Los Llanitos.Gracias por evocar tan lindos recuerdos

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