miércoles, 4 de mayo de 2011

Golosinas

La deliciosa noche en la que Mima -maestra en la escuelita de pizarra y pizarrín- se casó la calle Obispo Pérez Cáceres se llenó con unos vecinos ávidos de noticias y siempre dispuestos a criticar a la novia -también al novio- sin tener motivos para ello. Se trataba de gente muy curtida en la lectura de las novelas por entregas y en esas novelas aprendieron que no siempre en la noche de bodas los novios fueron felices y comieron perdices. Toda esta gente mayor, sobre todo mujeres, se apostó en los alrededores de la casa dispuesta a malmeter a costa del espectáculo, en vivo y en directo, que les brindaba la singular circunstancia. Los niños, sin embargo, estábamos allí porque intuíamos que, antes o después, los caramelos Yumbo serían tirados a la rebatiña desde la azotea de la casa. El novio era el dueño de la fábrica de caramelos, situada en la calle de La Amargura, y lo más natural era que aquella noche mostrara una generosidad en consonancia con el evento. Y así fue, volaron los caramelos y la chiquillería puso todas las pinceladas de alegría en los ininterrumpidos saltos para atraparlos. Las cotorras, a su vez, no paraban de observar, criticar y mentir.
A los niños de ayer -también a los de hoy- les gustaban los caramelos y todo aquello que, por dulce, emparentaba con las golosinas. Y aunque no había mucho dinero para comprar chucherías la verdad es que, en determinadas ocasiones, se les veía chupando y/o mordiendo un buen pirulín -en la España continental pirulí-. Y aunque los días entre semana el barrio era visitado por el barquillero -con su tambor colorado y ruleta para el juego- y el vendedor de helados, el día grande para las golosinas quedaba situado en el cine, en la sesión de matiné, al que solíamos asistir los domingos y días de fiesta de guardar. En el descanso de la película y al final de la misma la chiquillería acudía, apresuradamente, a la cantina y a los carritos que ocupaban lugar en las esquinas próximas a las salas de proyección. Siendo más precisos contaremos que la cantina, con su mostrador todavía no apto para menores, era desestimada a favor de unos carritos más cercanos a nosotros, más próximos. En los carritos, generalmente de tres ruedas, nos esperaban los garbanzos tostados, las regalices, los orejones, las pastillas de goma, los caramelos variados, las varitas retorcidas de melcochas, las almendras garrapiñadas, las cotufas, las pipas de girasol, los tamarindos, las rapaduras… Allí, en los carritos, nos gastábamos las cuatro perras gordas que nos quedaban y regresábamos a la butaca portando un cucurucho con las golosinas compradas. Y fue así que seguíamos viendo y escuchando la película sin dejar de masticar.
Para golosinas de más altos vuelos teníamos que esperar a que llegara la fiesta del barrio en la que se caramelizaban las manzanas y se fabricaba el algodón dulce. Y “mira Manolito, mira Pepito”, esa era la letra de la melodía que entonaba aquel hombre menudo y siempre presente allí donde hubiere un ambiente festivo y una golosina que vender. Y también vendía polvos de regaliz aquel operario que los usaba en La Refinería para sellar las juntas de las tuberías a la hora de apretarlas. Tocábamos a la puerta de su casa, le dábamos unas perras gordas y él, a cambio, nos daba un papelito con polvos de regaliz. Las golosinas, en los días que corren, son abundantes y variadas porque a los niños de ahora les atraen el sabor y el color de las incontables chucherías que se ponen a la venta. Existen comercios dedicados únicamente a la venta de golosinas que son, dicho sea a propósito, todo un regalo para la vista el gusto y el olfato. Los niños de hoy, ¡ay los niños de hoy!, son asaltados por la llantina cuando sus padres les niegan las golosinas para evitar que se le piquen los dientes. A los niños de ayer lo único que les inclinaba a no solicitar golosinas era el no disponer de unas perras gordas en los bolsillos. Y en la calle de La Amargura una fábrica para lo más dulce: los caramelos Yumbo. Paradojas de la vida.

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