domingo, 18 de septiembre de 2011

La educación en Canarias

Algo huele a podrido aquí, en estas Islas, después de que fueran sido transferidas las competencias educativas desde la metrópoli. Y si afirmo tal cosa es porque me llama poderosamente la atención que después del tiempo pasado la educación de los canarios esté, por culpa de sus males, en boca de las administraciones estatales y europeas. A las primeras de cambio, así a bote pronto, nuestro primer juicio de valor se asienta en una pregunta que consideramos sustantiva: ¿Qué es lo que está ocurriendo con la educación canaria para generar las tasas de abandono que experimenta y, a su vez, para obtener unos resultados académicos que casi siempre apuntan al fracaso? Sabedores, todos lo sabemos, de que con las transferencias educativas todo ha ido a peor porque no hemos sido capaces de adecuar nuestro sistema a la modernidad que reclaman y se exigen las naciones actuales. Cuesta entender, y mucho menos admitir, que las transferencias educativas hayan servido para algo más que para llenar las arcas de una Comunidad Autónoma sólo preocupada en un derroche desmesurado y en una planificación de los estudios obsoleta y caduca. Cuando aseguran, desde la odiosa comparación y generalizando, que nuestro sistema educativo es comparable a los países que enarbolan la bandera de la modernidad están olvidando que sólo son validas las comparaciones globales, es decir, no podemos asegurar que la educación francesa brilla más que la española sin efectuar, a cambio, las debidas comparaciones con el sistema de la nación española considerado en su conjunto. Lo que pretendo decir es que las razas y los pueblos guardan para sí diferencias manifiestas que las hacen ser variadas. Y tales diferencias conforman un todo que va mucho más allá que la parte. Terminaremos por concluir que toda nación es grande si es grande su enseñanza, su sistema educativo. No es de recibo efectuar una comparación con el sistema educativo de otros países si esa comparación no se lleva a efecto con la otra nación considerada en su conjunto.
Ha quedado escrito que fueron Rousseau, Pestalozzi y el idealismo alemán los que dieron lugar al cambio sustantivo que supuso incorporar a los alumnos al saber. Hasta aquel momento los sistemas educativos sólo contemplaban al maestro y al saber acumulado. Con la incorporación de los alumnos el sistema educativo adquiría una nueva y mayor dimensión y una participación de los alumnos que enriquecía los centros de saber. Quedaba por averiguar la cantidad de saber a impartir y la participación e implicación de los profesores en su sacrosanta labor. En Canarias se mantienen unas infraestructuras dignas y, a su vez, el profesorado que ejerce su labor alcanza niveles más que aceptables, sin embargo, ha sido preciso traer especialistas de fuera para que realicen un estudio adecuado a la situación que nos atañe. ¿Qué hemos hecho entonces para tener que pedirle ayuda a unos extranjeros -los adelantados de PISA-? La educación y formación de los canarios no sólo tiene que ver con lo que nos puedan enseñar aquí o allá. La formación de nuestra gente, cuestión vital dicho sea a propósito, es un problema insertado en otros problemas. Y son, precisamente, esos problemas los que han sido obviados desde una manera de actuar de la Administración siempre empecinada en situar nuestros problemas educativos en el marco establecido por alumnos y profesores. Los alumnos no son ni mejores ni peores que los alumnos de antes lo que sí es peor, y esto les está afectando, es el medio natural en el que están llevando a cabo sus actividades. Y los profesores conforman un colectivo con el que no se cuenta para nada ni en nada. Son los convidados de piedra en el escenario de una vida que los maltrata moral y económicamente. La Consejería de Educación del Gobierno de Canarias que bien supo reclamar las transferencias a Madrid se ha limitado a ir de fracaso en fracaso hasta que una evaluación externa ha puesto en evidencia sus incontables males. Y Ahora, como diría mi abuela: “Güi, canta y no llores”.


martes, 31 de mayo de 2011

Juegos de niños

En la medida que a los niños de hoy les ha sido hurtada la herencia lúdica y universal que encuentra sus orígenes en la existencia misma del hombre, apetece, desde una prístina e innata identificación con lo que el propio juego es y supone, hilvanar algunas letras para tratar de darle sentido a la expresión homo ludens frente a otras expresiones mucho más al uso -homo sapiens, homo faber…- que siempre han intentado encorsetar a los seres humanos en función del  conjunto de actividades, habilidades, saberes, etcétera, que más y mejor los identifican. Si retomamos a don Gregorio Marañón encontraríamos una analogía parecida a la nuestra al asomarnos a esa formidable interrogante con la que el filósofo nos pone en vilo: “El hombre, dicen, es un animal racional. No sé por qué no se haya dicho que es un animal afectivo o sentimental”. Y, abundando en el tema, traemos del pasado al presente el siguiente y egregio pensamiento expuesto por Johan Huizinga: “El aristotélico animal ridens caracteriza al hombre por oposición al animal todavía mejor que el homo sapiens”.

 En el marco actual del mundo infantil resultaría prácticamente imposible que un artista se atreviera a plasmar sobre el lienzo los incontables juegos que, durante un período de tiempo, le dieron sentido a la tarea de Pieter Brueghel, El viejo. Y si tamaño atentado se produce es porque ya nadie guarda en su retina las imágenes de los niños que juegan.  Sin saber a ciencia cierta la razón última por la que juegan los niños -juegan por necesidad, juegan para divertirse, juegan para llenar sus tiempos de ocio…- lo que no puede ser puesto en tela de juicio es que todos nosotros, en el período auroral de nuestras vidas, hemos cedido a la tentación de practicar un juego individual o colectivo. Hemos jugado y, cuando no lo hemos hecho, es porque nuestro organismo se ha encontrado aquejado por un extraño mal. A propósito de lo dicho diré que todavía se mantiene viva en mí aquella imagen en la que me veo escudado por el cristal del postigo de una ventana observando, con tristeza, como jugaban en la calle aquellos que fueron mis amigos de la infancia. Estaba malo de la garganta y sólo esperaba que surtieran efecto los recientes toques de azul de metileno.

Juegos individuales para darle rienda suelta a nuestra fantasía y juegos colectivos que nos hicieron ganar los mejores amigos y, a su vez, aprender y dar los primeros pasos para un vivir en sociedad. Y ¿dónde estarán Lin, Robe, Tobín…? que se fueron para nunca más volver. Presumiblemente estarán en un mentido paraíso jugando a los boliches, los cuescos, el trompo, piola, los hermanitos, montalachica… El juego como una actividad espontánea, libre, vital, alegre. Cuando un niño pequeño, que aún titubea al caminar, se acerca hasta la orilla con la intención de romper las crestas residuales de las olas con sus pequeñas manos nos está mostrando una prístina manera de jugar.

Para los juegos de la infancia no han existido las barreras que establecen las fronteras de los países ni las diferentes lenguas que se hablan aquí o allá. Se ha jugado al teje en Europa, Asia, África, América… Se ha saltado a la soga en cualquier rincón del planeta. El juego es la herencia generosa que fue repartida entre todos y que a todos igualó. Sin embargo, hoy día, ya los niños no juegan como antaño lo hicieron. Ahora juegan ante una pantalla de ordenador que desarrolla un juego que deja aparcados a los auténticos protagonistas.

miércoles, 4 de mayo de 2011

Golosinas

La deliciosa noche en la que Mima -maestra en la escuelita de pizarra y pizarrín- se casó la calle Obispo Pérez Cáceres se llenó con unos vecinos ávidos de noticias y siempre dispuestos a criticar a la novia -también al novio- sin tener motivos para ello. Se trataba de gente muy curtida en la lectura de las novelas por entregas y en esas novelas aprendieron que no siempre en la noche de bodas los novios fueron felices y comieron perdices. Toda esta gente mayor, sobre todo mujeres, se apostó en los alrededores de la casa dispuesta a malmeter a costa del espectáculo, en vivo y en directo, que les brindaba la singular circunstancia. Los niños, sin embargo, estábamos allí porque intuíamos que, antes o después, los caramelos Yumbo serían tirados a la rebatiña desde la azotea de la casa. El novio era el dueño de la fábrica de caramelos, situada en la calle de La Amargura, y lo más natural era que aquella noche mostrara una generosidad en consonancia con el evento. Y así fue, volaron los caramelos y la chiquillería puso todas las pinceladas de alegría en los ininterrumpidos saltos para atraparlos. Las cotorras, a su vez, no paraban de observar, criticar y mentir.
A los niños de ayer -también a los de hoy- les gustaban los caramelos y todo aquello que, por dulce, emparentaba con las golosinas. Y aunque no había mucho dinero para comprar chucherías la verdad es que, en determinadas ocasiones, se les veía chupando y/o mordiendo un buen pirulín -en la España continental pirulí-. Y aunque los días entre semana el barrio era visitado por el barquillero -con su tambor colorado y ruleta para el juego- y el vendedor de helados, el día grande para las golosinas quedaba situado en el cine, en la sesión de matiné, al que solíamos asistir los domingos y días de fiesta de guardar. En el descanso de la película y al final de la misma la chiquillería acudía, apresuradamente, a la cantina y a los carritos que ocupaban lugar en las esquinas próximas a las salas de proyección. Siendo más precisos contaremos que la cantina, con su mostrador todavía no apto para menores, era desestimada a favor de unos carritos más cercanos a nosotros, más próximos. En los carritos, generalmente de tres ruedas, nos esperaban los garbanzos tostados, las regalices, los orejones, las pastillas de goma, los caramelos variados, las varitas retorcidas de melcochas, las almendras garrapiñadas, las cotufas, las pipas de girasol, los tamarindos, las rapaduras… Allí, en los carritos, nos gastábamos las cuatro perras gordas que nos quedaban y regresábamos a la butaca portando un cucurucho con las golosinas compradas. Y fue así que seguíamos viendo y escuchando la película sin dejar de masticar.
Para golosinas de más altos vuelos teníamos que esperar a que llegara la fiesta del barrio en la que se caramelizaban las manzanas y se fabricaba el algodón dulce. Y “mira Manolito, mira Pepito”, esa era la letra de la melodía que entonaba aquel hombre menudo y siempre presente allí donde hubiere un ambiente festivo y una golosina que vender. Y también vendía polvos de regaliz aquel operario que los usaba en La Refinería para sellar las juntas de las tuberías a la hora de apretarlas. Tocábamos a la puerta de su casa, le dábamos unas perras gordas y él, a cambio, nos daba un papelito con polvos de regaliz. Las golosinas, en los días que corren, son abundantes y variadas porque a los niños de ahora les atraen el sabor y el color de las incontables chucherías que se ponen a la venta. Existen comercios dedicados únicamente a la venta de golosinas que son, dicho sea a propósito, todo un regalo para la vista el gusto y el olfato. Los niños de hoy, ¡ay los niños de hoy!, son asaltados por la llantina cuando sus padres les niegan las golosinas para evitar que se le piquen los dientes. A los niños de ayer lo único que les inclinaba a no solicitar golosinas era el no disponer de unas perras gordas en los bolsillos. Y en la calle de La Amargura una fábrica para lo más dulce: los caramelos Yumbo. Paradojas de la vida.

martes, 26 de abril de 2011

Perrerías

La reconocida inocencia de los niños nunca fue ajena a una serie de acciones, nada edificantes por cierto, con las que se trataba de mortificar al prójimo. Generalmente, a los seres desvalidos que nada habían hecho para merecer la burla y el atropello de los que, gozando de la envidiable energía de los primeros y mejores años, no tenían reparo alguno a la hora de planificar todo un rosario de travesuras pensadas para lastimar y perturbar la paz de ancianos, inválidos, enfermos y hombres y mujeres en la plenitud de sus facultades. Ya ven, el niño que fuimos ayer dejó en nosotros la imperecedera huella de un rasgo atávico que nos ha marcado de por vida. Ya se encargó de escribirlo don Gregorio Marañón: “Y en el alma madura del hombre normal, la del niño queda escondida y como borrada”.
Uno recuerda, de su pasado infantil, la pesada mano de hierro colado -en ocasiones de latón e, incluso, de bronce- que reposaba en las puertas de las calles de las casas terreras. La finalidad de aquella mano no era otra que la de permitir golpear sobre un botón metálico que permanecía anclado en la gruesa puerta de tea o de pino que guardaba nuestra intimidad y nuestros más valiosos tesoros. Aquella puerta exterior, con el color de la pintura o con el brillo de un barniz recién aplicado, al recibir el pesado golpe de la mano se comportaba como una caja de resonancia que amplificaba los sonidos haciéndolos llegar a todos los rincones de la casa. Pues bien, una de nuestras perrerías preferidas consistía en esperar a que llegara la noche para atar un delgado hilo de sedalina a la parte móvil de la mano. Esperábamos a la noche y elegíamos aquella casa en la que vivía un anciano con dificultades en sus movimientos. Tirábamos del hilo -una, dos, tres o más veces- y el sonido de los hierros rotos obligaba al anciano -o a la anciana- a acudir al reclamo. Pero, ¡sorpresa!, al abrir la puerta no encontraba a nadie que recortara con su silueta los confines del quicio. Mientras tanto, los niños, gozosos, no paraban de reír al comprobar que su travesura había sido un éxito. Y fue así que, una y más veces, nuestros propios y queridos vecinos vieron alterada su paz por culpa de unos niños que lo pasaban muy bien haciéndoselo pasar mal a un prójimo que merecía respeto.
Pero no siempre fueron las noches porque, a plena luz del día, cuando el sol más brillaba, yo -y mis amigos de la infancia- me procuraba un trozo de espejo roto para, apostándome en un lugar adecuado, enviar hacia la oscuridad de la casa -a través de los postigos- los rayos reflejados de un sol de justicia. Los rayos del espejo hacían que se hiciera la luz allí donde reinaba la oscuridad. Los habitantes de la casa, al observar como una mancha luminosa se movía por el interior de la habitación seguían la trayectoria para terminar encontrando a aquel que terminaba poniendo sus pies en polvorosa por si las moscas. Trozos de espejo no faltaban ya que no había barranco o barranquillo al que no hubiera sido arrojado lo que un día había sido un hermoso espejo con marco de yeso.
Presumo que nunca olvidaré la noche aquella en la que un vecino del barrio, en su habitual recorrido por la calle Obispo Pérez Cáceres regresando del cine, mostraba su estado de alegría bailando sobre la acera imitando a Fred Astaire. Casi a media calle, al observar como una bola de periódico reposaba sobre la acera, inició lo que sería una breve carrera para darle un zapatazo al objeto. Instantáneamente, para asombro de los que permanecíamos escondijos en un cercano jardín, sonó un alarido que era producto del golpe y de la burla sufrida.  Porque la bola de periódico era, en realidad, la envoltura de papel de una pesada piedra. El hombre de este cuento era un hombretón parecido al que un día bañamos con los orines de un cacharro unido a un invisible hilo que bajaba desde la pilastra al pretil de la acera. Todo aquel que tropezaba en el hilo tiraba del cacharro y sentía sobre sí el baño de un líquido con olor amoniacal, pestilente… hediondo. Con su ropa de domingo, limpio como los chorros de oro, dio vueltas y más vueltas a la manzana buscando a los que les habían amargado el día. Sin embargo, por aquello del Ángel de la Guarda, nunca pudo dar con nosotros.
Otro capítulo aparte merece el hurto de pitangas, papayas, limones, algarrobas, de los jardines próximos o de las huertas vecinas. Santa Cruz de Tenerife era, por entonces, una urbe en la que campo y ciudad se daban la mano. Las casas terreras, generalmente, acababan su arquitectura frontal con un jardín en el que, casi siempre, permanecían plantados un pitanguero y un papayero. Pitangas y papayas fueron frutos apetecidos por una chiquillería que siempre buscaba el momento para adueñarse de los frutos prohibidos. Muchas fueron las pitangas que pude robar y no menos las papayas que le arranqué al papayero.
Lo escribió Luis Feria: “Niño de ayer, tus pasos se han perdido; el que yo era ya no va conmigo”. Porque si en realidad hubiera niño todavía se mantendría en nosotros el inevitable deseo de hacer una y mil perrerías muy poco o nada inocentes.

lunes, 18 de abril de 2011

Erradicar la indigencia

Para cornadas… las que da la vida. Presumimos que cuando un ser humano, que ha visto como se ha desarrollado su vida en una sociedad civilizada, sufre lo indecible por culpa de los embates que le regala su existencia vital, en forma de injusticia social, soledad extrema, enfermedades de las que se tutean con la muerte, desengaños sentimentales y un largo etcétera, lo normal es que se produzca un derrumbamiento en su personalidad que le obligará a vivir refugiándose en su propia e inventada realidad.  Huyendo del infierno en que lo sitúa la realidad de los otros el indigente busca un alejamiento de los que se dice son sus semejantes buscando un lugar en el que poder, en los momentos de lucidez, rumiar su desventura libando, las más de las veces, de un envase de cartón que contiene vino pendenciero, peleón y pirriaco.  El indigente encuentra su querer en la calle y en la calle come, bebe y duerme. Duerme al cielo raso, protegiéndose con unos cartones que le tapan el frío y levanta la mano, de vez en vez, para pedir la limosna. Le da lo mismo Juana que la hermana y, por aquello de que de perdidos al río, no padecen por la vergüenza del qué dirán. Qué dirán los que un día le vieron y ahora lo vuelven a ver así, tan desolado, tan abatido, tan triste, tan indefenso.  
Las ciudades, Santa Cruz de Tenerife entre ellas, nunca han sido ajenas a la presencia de indigentes. En la ciudad capital, Santa Cruz, un indigente que vivía con un signo de interrogación a cuestas y que era conocido por el sobrenombre de Samburgo, mantuvo en vilo a todo aquel ciudadano que lo observaba cruzar como un viento helado por las zonas limítrofes del barrio de El Toscal. El interés por Samburgo estribaba en las especulaciones que nacieron al socaire de la que pudo ser su profesión antes de de caer en desgracia. ¿Fue médico Samburgo? Aquel prócer mendigo, venido de solo Dios sabe dónde, abandonó un día el barco que lo trajo a puerto para terminar muriendo de gripe y para ser enterrado en una fosa común del cementerio de Santa Lastenia. Triste vida para una triste muerte.
Alberto Ruiz Gallardón, al parecer más preocupado por la estética que por la ética, se ha propuesto gestar una ley que sirva para erradicar de Madrid a lo que considera una plaga más: la plaga de indigentes que parece haber convertido a la capital de España en lugar de encuentro y peregrinación para toda una tribu de dejados de la mano de Dios. Según Gallardón procede erradicar de la ciudad a los indigentes porque con la indigencia parecen estar asociados toda una serie de problemas de difícil solución. Lo mejor para la ciudad sería tratar de conseguir que todo aquello que moleste a la vista permanezca en estado larvado porque ojos que no ven corazón que no siente. Los problemas, siguiendo esta postura política, en casa deben quedarse y en casa deben resolverse. A Gallardón le preocupan los efectos pero obvia las causas que han dado lugar a tamaño estropicio social. El alcalde madrileño no parece apostar por el único progreso que merece un tratamiento universal: el progreso social. Un progreso social que sitúa la línea de su horizonte allí donde se mantiene viva una justicia social que nos englobe a todos -y que a todos nos haga un poco más felices- y nos sumerja en un mundo mejor por más justo. Lo que debería preocupar a Ruiz Gallardón -y a los que como él piensan- es averiguar y poner remedio a las causas que han determinado que los indigentes asentados en su solar municipal se hayan multiplicado como el pan y los peces y sin necesidad de milagro. Para que hayan menos indigentes tendrían que haber menos seres desgraciados y esto podría conseguirse a partir de una praxis política que le dé preferencia a los temas sociales: trabajo para todos, educación para todos, sanidad para todos, vivienda para todos… Erradicar la indigencia utilizando métodos más expeditivos sería como si nos situáramos en la antesala de un campo de exterminio. Exterminar al indigente y fumigar allí dónde un día tuvieron su casa -una casita de papel- no es la mejor manera para satisfacer a los que gritaron, gritan y gritarán: “¡Viva la vida!”.

miércoles, 6 de abril de 2011

Camarones de la isla

Una de las faenas pesqueras -pesca de bajura, claro está- de la que guardo los mejores recuerdos es la que está relacionada con la captura de camarones empleando las excepcionales nasas hechas con juncos. En el bote de mi tío Marcos -q.e.g.e-, el Chito, apenas si cabían cuatro nasas que eran colocadas en la proa y popa del singular barquillo canario. En la tardecita del día anterior las nasas eran preparadas con la carnada -restos de pescado conseguidos en la recova- y, cuando la noche casi se nos venía encima, el bote arrumbaba hacia unos caladeros próximos y muy bien conocidos por un pescador veterano. A mí se me dejaba remar en la proa, dándole la espalda a la línea del horizonte, y Marcos bogaba en una posición que le permitía otear el caladero después de realizar una triangulación, sólo conocida por él, con los puntos fijos de la tierra. Llegados al lugar las nasas eran soltadas por la banda y, en su nada precipitado viaje hacia el fondo, arrastraban las calas de soga para marcar el sitio y permitir izarlas a la mañana siguiente. En el regreso a la orilla, pensando en una pesca abundante, el Chito, un buen bote por lo marinero que era, era sacado del agua con la ayuda de unos parales untados con grasa. Por la noche, envuelto por los más dulces sueños y a poca distancia de la batería de costa de Los Moriscos, reponíamos fuerzas para poder remar con energía al día siguiente.
Antes de que llegara el alba, después de observar a Marcos sorbiendo su primera tacita de café bajo la luz de un mechón de petróleo, salíamos con el bote con la esperanza de recibir el obsequio de los frutos de una mar considerada de todos nosotros. Mientras yo mantenía al bote en su sitio moviendo los remos de una manera acompasada, Marcos, que era un hombre hecho y derecho, tiraba de la soga para subir la primera nasa. Ya con el arte a bordo, sin necesidad de abrir lo que había sido una trampa para el camarón, mirábamos a través de los juncos para observar cómo se acumulaban unos camarones de color rojizo que serían plato preferente en los guachinches de las orillas. Raro era el día en el que entre las cuatro nasas no se obtuviese el camarón suficiente para ser usado -como carnada- en la posterior pesca de cabrillas y, además, para vender a los vecinos que sabían que compraban un camarón fresco, oliendo a salitre, de color brillante… Toda una promesa para guisar y ser utilizado como armadero en cualquier mostrador o mesa. Un vaso de morapio o una cerveza siempre sabía mejor si eran acompañados por unos camarones de la isla -camarón narval-.
Después de que el hecho natural -y maldita la gracia que, en este caso, tiene el hecho natural- se encargara de convertirme en hombre, mi relación con el camarón estuvo centrada en la playa de Bocacangrejo; allí donde el legendario Juan Carpio podía mostrar una antiquísima escritura de propiedad: ¿lo sabrá Costas?. En la citada playa tenía una caseta -repleta de nasas, aparejos…- Olegario, primo hermano de Marcos. Cada vez que yo acudía al lugar Olegario, al que había conocido y con el que había convivido de niño en la playa de El Muerto, me obsequiaba con unos buenos puñados de camarón que había guisado utilizando agua de la mar. Nunca había comido camarón como aquel, tan fresco, tan lleno de color, tan ajustado en su punto de sal. Olegario era un pescador de talla, perfecto conocedor de los fondos comprendidos entre la playa de Puertocaballa y la villa mariana y marinera en la que se rinde culto a la patrona de Canarias. Durante muchos años Olegario, que emparentaba con la saga de Los Cojines, fue responsable directo de que muchos tinerfeños pudieran degustar el camarón en los muchos bares y restaurantes que se asentaban en la costa, casi al borde de las orillas en las que se deshacían las olas. Carmelo García Cabrera, director que fuera del Instituto Oceanográfico de Canarias, fue pionero -aunque nunca se le haya reconocido el mérito- en la investigación dedicada al camarón y su pesca en las aguas interiores de Canarias. Supimos, a partir de su impar magisterio, las posibilidades que tenían nuestros fondos si se llegaba a colocar las nasas a 300 metros. Pero, claro, para Marcos, calar las nasas a tamaña hondura suponía embarcar 1.200 metros de soga. Demasiada soga para tan pequeño bote. Camarones de la isla: camarón narval, camarón moro y gambas. Un crustáceo identitario al que hemos sabido sacarle partido. Que les aproveche.

miércoles, 30 de marzo de 2011

Llamarme guanche

Antonio Tejera Gaspar, un investigador riguroso para con la prehistoria de las Islas Canarias, ha tenido a bien confesar que considerará al suyo un trabajo inacabado si no llega a encontrar esa certeza -tan buscada, tan deseada y tan necesaria para alcanzar la verdad de nuestro pasado- que tendría que desvelarle el origen de los primeros pobladores de este Archipiélago. Y no deja de resultar llamativo que una de las personas que más sabe sobre los indebidamente llamados aborígenes se plantee estas dudas y, por el contrario, que todo un rosario de iluminados -políticos de salón, periodistas de medio pelo, historiadores al servicio de los intereses creados y un largo etcétera- se atrevan a utilizar, en provecho propio, los argumentos banales que tratan de edificar nuevas y controvertidas versiones sobre las señas de identidad que, dicen, están perdidas en medio de la sinrazón y de los sentimientos fingidos. Recuerdo haber participado, junto al Catedrático de la ULL, en una mesa de trabajo en la que se trataba de elaborar el material necesario para poner en escena la historia de las Islas. En un momento de las conversaciones, cuando todo parecía inclinarse a darles un papel protagonista a los guanches, tuve la oportunidad de confesar que consideraba más importante analizar el período de tiempo comprendido entre la arribada de los hombres de Lugo y el tiempo actual porque resultaba necesario aclarar otra suerte de lagunas. Antonio Tejera Gaspar, que también destaca por ser un hombre listo, tuvo a bien asentir porque tenía muy claras las limitaciones de un espectáculo ideado, fundamentalmente, en ese pasado histórico que se ha convertido en filón para los advenedizos.
Desde la natural atalaya que nos otorga el tiempo ya podemos decir -con algunos márgenes para el error- que la teoría más probable es aquella que considera que los guanches fueron individuos provenientes del noroeste africano. Todas las sociedades preeuropeas de Canarias pueden ser emparentadas originariamente con los antiguos libios actualmente denominados con el término genérico de bereberes o amazigh. Presumiblemente de estas tribus, numerosas y diferentes, provienen los individuos que, según otra teoría muy fundamentada, fueron deportados por los romanos como castigo resultante del enfrentamiento mutuo. Nos estamos refiriendo, copiando de Tejera Gaspar, al destierro y a las deportaciones a islas, castigo que se conoce como Deportatio in insulam. Leído lo leído no dudamos a la hora de afirmar que el castigo mayor sufrido por los guanches tiene mucho que ver con un desarraigo forzado hacia un ignoto destino. Sin embargo, desde un preocupante desconocimiento de nuestro tiempo pretérito, son legión los que se alinean junto al estandarte que sigue considerando a los conquistadores como verdaderos artífices de las mayores desgracias para el pueblo aborigen. Las desgracias, que indudablemente se produjeron, comenzaron antes de la conquista. Porque, caso de querer admitir como cierto lo escrito por Abreu y Galindo, nos encontraríamos con esto que sigue: “Y así, cortadas las lenguas, hombres y mujeres y hijos los metieron en navíos con algún proveimiento y, pasándolos a estas islas, los dejaron con algunas cabras y ovejas para su sustentación”.  
Si se considerara como punto de partida para el poblamiento la fecha de la victoria romana sobre Cartago -146 a.C.- y se le sumaran los años transcurridos hasta que las islas fueron totalmente incorporadas a la Corona de Castilla nos encontramos con 1.500 años reflejados de forma sucesiva en las dataciones cronológicas disponibles. Como se entenderá un período de tiempo lo suficientemente largo para que una población cambie aspectos esenciales de su manera de ser y estar en la vida. Y si se le añade al tiempo las características de un nuevo clima y de un paisaje distinto no sería descabellado pensar que entre el guanche originario y el que se enfrentó al Adelantado existían notables diferencias. ¿A qué guanche se refieren, por tanto, los que aseguran tener una herencia de la sangre establecida, según ellos, por marcadores genéticos afines? ¿Y si unos escasos marcadores genéticos les conectan con el pueblo aborigen qué decir del resto de los marcadores que conforman el código genético? No creo que sea acertado retroceder en el túnel del tiempo para reencontrarnos, desde un victimismo ramplón, con un pueblo que puede pervivir en nosotros más por un exceso de sentimentalismo que por el rigor de la ciencia.  Porque ahogar en un exceso de sentimiento patrio -de patria chica, claro- lo que hemos heredado después de la Conquista supondría, sobre todas las cosas, una tremenda injusticia. Yo no he encontrado, por más que me lo haya propuesto, a ese guanche que algunos aseguran llevar dentro. Y a los que sí sienten, desde la buena voluntad, que llevan un guanche consigo decirles que, hasta ahora, cualesquier aproximación que se haga sobre los sentimientos más hondos de los primeros pobladores de Canarias se lleva a cabo más desde nuestro Yo sentimental que desde los razonamientos más serios. Por Dios bendito, separemos ya la paja del grano porque esa será la única manera de conocer más y mejor a los primeros que se asentaron en esta tierra y supieron adaptarse a la misma.