martes, 31 de mayo de 2011

Juegos de niños

En la medida que a los niños de hoy les ha sido hurtada la herencia lúdica y universal que encuentra sus orígenes en la existencia misma del hombre, apetece, desde una prístina e innata identificación con lo que el propio juego es y supone, hilvanar algunas letras para tratar de darle sentido a la expresión homo ludens frente a otras expresiones mucho más al uso -homo sapiens, homo faber…- que siempre han intentado encorsetar a los seres humanos en función del  conjunto de actividades, habilidades, saberes, etcétera, que más y mejor los identifican. Si retomamos a don Gregorio Marañón encontraríamos una analogía parecida a la nuestra al asomarnos a esa formidable interrogante con la que el filósofo nos pone en vilo: “El hombre, dicen, es un animal racional. No sé por qué no se haya dicho que es un animal afectivo o sentimental”. Y, abundando en el tema, traemos del pasado al presente el siguiente y egregio pensamiento expuesto por Johan Huizinga: “El aristotélico animal ridens caracteriza al hombre por oposición al animal todavía mejor que el homo sapiens”.

 En el marco actual del mundo infantil resultaría prácticamente imposible que un artista se atreviera a plasmar sobre el lienzo los incontables juegos que, durante un período de tiempo, le dieron sentido a la tarea de Pieter Brueghel, El viejo. Y si tamaño atentado se produce es porque ya nadie guarda en su retina las imágenes de los niños que juegan.  Sin saber a ciencia cierta la razón última por la que juegan los niños -juegan por necesidad, juegan para divertirse, juegan para llenar sus tiempos de ocio…- lo que no puede ser puesto en tela de juicio es que todos nosotros, en el período auroral de nuestras vidas, hemos cedido a la tentación de practicar un juego individual o colectivo. Hemos jugado y, cuando no lo hemos hecho, es porque nuestro organismo se ha encontrado aquejado por un extraño mal. A propósito de lo dicho diré que todavía se mantiene viva en mí aquella imagen en la que me veo escudado por el cristal del postigo de una ventana observando, con tristeza, como jugaban en la calle aquellos que fueron mis amigos de la infancia. Estaba malo de la garganta y sólo esperaba que surtieran efecto los recientes toques de azul de metileno.

Juegos individuales para darle rienda suelta a nuestra fantasía y juegos colectivos que nos hicieron ganar los mejores amigos y, a su vez, aprender y dar los primeros pasos para un vivir en sociedad. Y ¿dónde estarán Lin, Robe, Tobín…? que se fueron para nunca más volver. Presumiblemente estarán en un mentido paraíso jugando a los boliches, los cuescos, el trompo, piola, los hermanitos, montalachica… El juego como una actividad espontánea, libre, vital, alegre. Cuando un niño pequeño, que aún titubea al caminar, se acerca hasta la orilla con la intención de romper las crestas residuales de las olas con sus pequeñas manos nos está mostrando una prístina manera de jugar.

Para los juegos de la infancia no han existido las barreras que establecen las fronteras de los países ni las diferentes lenguas que se hablan aquí o allá. Se ha jugado al teje en Europa, Asia, África, América… Se ha saltado a la soga en cualquier rincón del planeta. El juego es la herencia generosa que fue repartida entre todos y que a todos igualó. Sin embargo, hoy día, ya los niños no juegan como antaño lo hicieron. Ahora juegan ante una pantalla de ordenador que desarrolla un juego que deja aparcados a los auténticos protagonistas.

miércoles, 4 de mayo de 2011

Golosinas

La deliciosa noche en la que Mima -maestra en la escuelita de pizarra y pizarrín- se casó la calle Obispo Pérez Cáceres se llenó con unos vecinos ávidos de noticias y siempre dispuestos a criticar a la novia -también al novio- sin tener motivos para ello. Se trataba de gente muy curtida en la lectura de las novelas por entregas y en esas novelas aprendieron que no siempre en la noche de bodas los novios fueron felices y comieron perdices. Toda esta gente mayor, sobre todo mujeres, se apostó en los alrededores de la casa dispuesta a malmeter a costa del espectáculo, en vivo y en directo, que les brindaba la singular circunstancia. Los niños, sin embargo, estábamos allí porque intuíamos que, antes o después, los caramelos Yumbo serían tirados a la rebatiña desde la azotea de la casa. El novio era el dueño de la fábrica de caramelos, situada en la calle de La Amargura, y lo más natural era que aquella noche mostrara una generosidad en consonancia con el evento. Y así fue, volaron los caramelos y la chiquillería puso todas las pinceladas de alegría en los ininterrumpidos saltos para atraparlos. Las cotorras, a su vez, no paraban de observar, criticar y mentir.
A los niños de ayer -también a los de hoy- les gustaban los caramelos y todo aquello que, por dulce, emparentaba con las golosinas. Y aunque no había mucho dinero para comprar chucherías la verdad es que, en determinadas ocasiones, se les veía chupando y/o mordiendo un buen pirulín -en la España continental pirulí-. Y aunque los días entre semana el barrio era visitado por el barquillero -con su tambor colorado y ruleta para el juego- y el vendedor de helados, el día grande para las golosinas quedaba situado en el cine, en la sesión de matiné, al que solíamos asistir los domingos y días de fiesta de guardar. En el descanso de la película y al final de la misma la chiquillería acudía, apresuradamente, a la cantina y a los carritos que ocupaban lugar en las esquinas próximas a las salas de proyección. Siendo más precisos contaremos que la cantina, con su mostrador todavía no apto para menores, era desestimada a favor de unos carritos más cercanos a nosotros, más próximos. En los carritos, generalmente de tres ruedas, nos esperaban los garbanzos tostados, las regalices, los orejones, las pastillas de goma, los caramelos variados, las varitas retorcidas de melcochas, las almendras garrapiñadas, las cotufas, las pipas de girasol, los tamarindos, las rapaduras… Allí, en los carritos, nos gastábamos las cuatro perras gordas que nos quedaban y regresábamos a la butaca portando un cucurucho con las golosinas compradas. Y fue así que seguíamos viendo y escuchando la película sin dejar de masticar.
Para golosinas de más altos vuelos teníamos que esperar a que llegara la fiesta del barrio en la que se caramelizaban las manzanas y se fabricaba el algodón dulce. Y “mira Manolito, mira Pepito”, esa era la letra de la melodía que entonaba aquel hombre menudo y siempre presente allí donde hubiere un ambiente festivo y una golosina que vender. Y también vendía polvos de regaliz aquel operario que los usaba en La Refinería para sellar las juntas de las tuberías a la hora de apretarlas. Tocábamos a la puerta de su casa, le dábamos unas perras gordas y él, a cambio, nos daba un papelito con polvos de regaliz. Las golosinas, en los días que corren, son abundantes y variadas porque a los niños de ahora les atraen el sabor y el color de las incontables chucherías que se ponen a la venta. Existen comercios dedicados únicamente a la venta de golosinas que son, dicho sea a propósito, todo un regalo para la vista el gusto y el olfato. Los niños de hoy, ¡ay los niños de hoy!, son asaltados por la llantina cuando sus padres les niegan las golosinas para evitar que se le piquen los dientes. A los niños de ayer lo único que les inclinaba a no solicitar golosinas era el no disponer de unas perras gordas en los bolsillos. Y en la calle de La Amargura una fábrica para lo más dulce: los caramelos Yumbo. Paradojas de la vida.