martes, 26 de abril de 2011

Perrerías

La reconocida inocencia de los niños nunca fue ajena a una serie de acciones, nada edificantes por cierto, con las que se trataba de mortificar al prójimo. Generalmente, a los seres desvalidos que nada habían hecho para merecer la burla y el atropello de los que, gozando de la envidiable energía de los primeros y mejores años, no tenían reparo alguno a la hora de planificar todo un rosario de travesuras pensadas para lastimar y perturbar la paz de ancianos, inválidos, enfermos y hombres y mujeres en la plenitud de sus facultades. Ya ven, el niño que fuimos ayer dejó en nosotros la imperecedera huella de un rasgo atávico que nos ha marcado de por vida. Ya se encargó de escribirlo don Gregorio Marañón: “Y en el alma madura del hombre normal, la del niño queda escondida y como borrada”.
Uno recuerda, de su pasado infantil, la pesada mano de hierro colado -en ocasiones de latón e, incluso, de bronce- que reposaba en las puertas de las calles de las casas terreras. La finalidad de aquella mano no era otra que la de permitir golpear sobre un botón metálico que permanecía anclado en la gruesa puerta de tea o de pino que guardaba nuestra intimidad y nuestros más valiosos tesoros. Aquella puerta exterior, con el color de la pintura o con el brillo de un barniz recién aplicado, al recibir el pesado golpe de la mano se comportaba como una caja de resonancia que amplificaba los sonidos haciéndolos llegar a todos los rincones de la casa. Pues bien, una de nuestras perrerías preferidas consistía en esperar a que llegara la noche para atar un delgado hilo de sedalina a la parte móvil de la mano. Esperábamos a la noche y elegíamos aquella casa en la que vivía un anciano con dificultades en sus movimientos. Tirábamos del hilo -una, dos, tres o más veces- y el sonido de los hierros rotos obligaba al anciano -o a la anciana- a acudir al reclamo. Pero, ¡sorpresa!, al abrir la puerta no encontraba a nadie que recortara con su silueta los confines del quicio. Mientras tanto, los niños, gozosos, no paraban de reír al comprobar que su travesura había sido un éxito. Y fue así que, una y más veces, nuestros propios y queridos vecinos vieron alterada su paz por culpa de unos niños que lo pasaban muy bien haciéndoselo pasar mal a un prójimo que merecía respeto.
Pero no siempre fueron las noches porque, a plena luz del día, cuando el sol más brillaba, yo -y mis amigos de la infancia- me procuraba un trozo de espejo roto para, apostándome en un lugar adecuado, enviar hacia la oscuridad de la casa -a través de los postigos- los rayos reflejados de un sol de justicia. Los rayos del espejo hacían que se hiciera la luz allí donde reinaba la oscuridad. Los habitantes de la casa, al observar como una mancha luminosa se movía por el interior de la habitación seguían la trayectoria para terminar encontrando a aquel que terminaba poniendo sus pies en polvorosa por si las moscas. Trozos de espejo no faltaban ya que no había barranco o barranquillo al que no hubiera sido arrojado lo que un día había sido un hermoso espejo con marco de yeso.
Presumo que nunca olvidaré la noche aquella en la que un vecino del barrio, en su habitual recorrido por la calle Obispo Pérez Cáceres regresando del cine, mostraba su estado de alegría bailando sobre la acera imitando a Fred Astaire. Casi a media calle, al observar como una bola de periódico reposaba sobre la acera, inició lo que sería una breve carrera para darle un zapatazo al objeto. Instantáneamente, para asombro de los que permanecíamos escondijos en un cercano jardín, sonó un alarido que era producto del golpe y de la burla sufrida.  Porque la bola de periódico era, en realidad, la envoltura de papel de una pesada piedra. El hombre de este cuento era un hombretón parecido al que un día bañamos con los orines de un cacharro unido a un invisible hilo que bajaba desde la pilastra al pretil de la acera. Todo aquel que tropezaba en el hilo tiraba del cacharro y sentía sobre sí el baño de un líquido con olor amoniacal, pestilente… hediondo. Con su ropa de domingo, limpio como los chorros de oro, dio vueltas y más vueltas a la manzana buscando a los que les habían amargado el día. Sin embargo, por aquello del Ángel de la Guarda, nunca pudo dar con nosotros.
Otro capítulo aparte merece el hurto de pitangas, papayas, limones, algarrobas, de los jardines próximos o de las huertas vecinas. Santa Cruz de Tenerife era, por entonces, una urbe en la que campo y ciudad se daban la mano. Las casas terreras, generalmente, acababan su arquitectura frontal con un jardín en el que, casi siempre, permanecían plantados un pitanguero y un papayero. Pitangas y papayas fueron frutos apetecidos por una chiquillería que siempre buscaba el momento para adueñarse de los frutos prohibidos. Muchas fueron las pitangas que pude robar y no menos las papayas que le arranqué al papayero.
Lo escribió Luis Feria: “Niño de ayer, tus pasos se han perdido; el que yo era ya no va conmigo”. Porque si en realidad hubiera niño todavía se mantendría en nosotros el inevitable deseo de hacer una y mil perrerías muy poco o nada inocentes.

lunes, 18 de abril de 2011

Erradicar la indigencia

Para cornadas… las que da la vida. Presumimos que cuando un ser humano, que ha visto como se ha desarrollado su vida en una sociedad civilizada, sufre lo indecible por culpa de los embates que le regala su existencia vital, en forma de injusticia social, soledad extrema, enfermedades de las que se tutean con la muerte, desengaños sentimentales y un largo etcétera, lo normal es que se produzca un derrumbamiento en su personalidad que le obligará a vivir refugiándose en su propia e inventada realidad.  Huyendo del infierno en que lo sitúa la realidad de los otros el indigente busca un alejamiento de los que se dice son sus semejantes buscando un lugar en el que poder, en los momentos de lucidez, rumiar su desventura libando, las más de las veces, de un envase de cartón que contiene vino pendenciero, peleón y pirriaco.  El indigente encuentra su querer en la calle y en la calle come, bebe y duerme. Duerme al cielo raso, protegiéndose con unos cartones que le tapan el frío y levanta la mano, de vez en vez, para pedir la limosna. Le da lo mismo Juana que la hermana y, por aquello de que de perdidos al río, no padecen por la vergüenza del qué dirán. Qué dirán los que un día le vieron y ahora lo vuelven a ver así, tan desolado, tan abatido, tan triste, tan indefenso.  
Las ciudades, Santa Cruz de Tenerife entre ellas, nunca han sido ajenas a la presencia de indigentes. En la ciudad capital, Santa Cruz, un indigente que vivía con un signo de interrogación a cuestas y que era conocido por el sobrenombre de Samburgo, mantuvo en vilo a todo aquel ciudadano que lo observaba cruzar como un viento helado por las zonas limítrofes del barrio de El Toscal. El interés por Samburgo estribaba en las especulaciones que nacieron al socaire de la que pudo ser su profesión antes de de caer en desgracia. ¿Fue médico Samburgo? Aquel prócer mendigo, venido de solo Dios sabe dónde, abandonó un día el barco que lo trajo a puerto para terminar muriendo de gripe y para ser enterrado en una fosa común del cementerio de Santa Lastenia. Triste vida para una triste muerte.
Alberto Ruiz Gallardón, al parecer más preocupado por la estética que por la ética, se ha propuesto gestar una ley que sirva para erradicar de Madrid a lo que considera una plaga más: la plaga de indigentes que parece haber convertido a la capital de España en lugar de encuentro y peregrinación para toda una tribu de dejados de la mano de Dios. Según Gallardón procede erradicar de la ciudad a los indigentes porque con la indigencia parecen estar asociados toda una serie de problemas de difícil solución. Lo mejor para la ciudad sería tratar de conseguir que todo aquello que moleste a la vista permanezca en estado larvado porque ojos que no ven corazón que no siente. Los problemas, siguiendo esta postura política, en casa deben quedarse y en casa deben resolverse. A Gallardón le preocupan los efectos pero obvia las causas que han dado lugar a tamaño estropicio social. El alcalde madrileño no parece apostar por el único progreso que merece un tratamiento universal: el progreso social. Un progreso social que sitúa la línea de su horizonte allí donde se mantiene viva una justicia social que nos englobe a todos -y que a todos nos haga un poco más felices- y nos sumerja en un mundo mejor por más justo. Lo que debería preocupar a Ruiz Gallardón -y a los que como él piensan- es averiguar y poner remedio a las causas que han determinado que los indigentes asentados en su solar municipal se hayan multiplicado como el pan y los peces y sin necesidad de milagro. Para que hayan menos indigentes tendrían que haber menos seres desgraciados y esto podría conseguirse a partir de una praxis política que le dé preferencia a los temas sociales: trabajo para todos, educación para todos, sanidad para todos, vivienda para todos… Erradicar la indigencia utilizando métodos más expeditivos sería como si nos situáramos en la antesala de un campo de exterminio. Exterminar al indigente y fumigar allí dónde un día tuvieron su casa -una casita de papel- no es la mejor manera para satisfacer a los que gritaron, gritan y gritarán: “¡Viva la vida!”.

miércoles, 6 de abril de 2011

Camarones de la isla

Una de las faenas pesqueras -pesca de bajura, claro está- de la que guardo los mejores recuerdos es la que está relacionada con la captura de camarones empleando las excepcionales nasas hechas con juncos. En el bote de mi tío Marcos -q.e.g.e-, el Chito, apenas si cabían cuatro nasas que eran colocadas en la proa y popa del singular barquillo canario. En la tardecita del día anterior las nasas eran preparadas con la carnada -restos de pescado conseguidos en la recova- y, cuando la noche casi se nos venía encima, el bote arrumbaba hacia unos caladeros próximos y muy bien conocidos por un pescador veterano. A mí se me dejaba remar en la proa, dándole la espalda a la línea del horizonte, y Marcos bogaba en una posición que le permitía otear el caladero después de realizar una triangulación, sólo conocida por él, con los puntos fijos de la tierra. Llegados al lugar las nasas eran soltadas por la banda y, en su nada precipitado viaje hacia el fondo, arrastraban las calas de soga para marcar el sitio y permitir izarlas a la mañana siguiente. En el regreso a la orilla, pensando en una pesca abundante, el Chito, un buen bote por lo marinero que era, era sacado del agua con la ayuda de unos parales untados con grasa. Por la noche, envuelto por los más dulces sueños y a poca distancia de la batería de costa de Los Moriscos, reponíamos fuerzas para poder remar con energía al día siguiente.
Antes de que llegara el alba, después de observar a Marcos sorbiendo su primera tacita de café bajo la luz de un mechón de petróleo, salíamos con el bote con la esperanza de recibir el obsequio de los frutos de una mar considerada de todos nosotros. Mientras yo mantenía al bote en su sitio moviendo los remos de una manera acompasada, Marcos, que era un hombre hecho y derecho, tiraba de la soga para subir la primera nasa. Ya con el arte a bordo, sin necesidad de abrir lo que había sido una trampa para el camarón, mirábamos a través de los juncos para observar cómo se acumulaban unos camarones de color rojizo que serían plato preferente en los guachinches de las orillas. Raro era el día en el que entre las cuatro nasas no se obtuviese el camarón suficiente para ser usado -como carnada- en la posterior pesca de cabrillas y, además, para vender a los vecinos que sabían que compraban un camarón fresco, oliendo a salitre, de color brillante… Toda una promesa para guisar y ser utilizado como armadero en cualquier mostrador o mesa. Un vaso de morapio o una cerveza siempre sabía mejor si eran acompañados por unos camarones de la isla -camarón narval-.
Después de que el hecho natural -y maldita la gracia que, en este caso, tiene el hecho natural- se encargara de convertirme en hombre, mi relación con el camarón estuvo centrada en la playa de Bocacangrejo; allí donde el legendario Juan Carpio podía mostrar una antiquísima escritura de propiedad: ¿lo sabrá Costas?. En la citada playa tenía una caseta -repleta de nasas, aparejos…- Olegario, primo hermano de Marcos. Cada vez que yo acudía al lugar Olegario, al que había conocido y con el que había convivido de niño en la playa de El Muerto, me obsequiaba con unos buenos puñados de camarón que había guisado utilizando agua de la mar. Nunca había comido camarón como aquel, tan fresco, tan lleno de color, tan ajustado en su punto de sal. Olegario era un pescador de talla, perfecto conocedor de los fondos comprendidos entre la playa de Puertocaballa y la villa mariana y marinera en la que se rinde culto a la patrona de Canarias. Durante muchos años Olegario, que emparentaba con la saga de Los Cojines, fue responsable directo de que muchos tinerfeños pudieran degustar el camarón en los muchos bares y restaurantes que se asentaban en la costa, casi al borde de las orillas en las que se deshacían las olas. Carmelo García Cabrera, director que fuera del Instituto Oceanográfico de Canarias, fue pionero -aunque nunca se le haya reconocido el mérito- en la investigación dedicada al camarón y su pesca en las aguas interiores de Canarias. Supimos, a partir de su impar magisterio, las posibilidades que tenían nuestros fondos si se llegaba a colocar las nasas a 300 metros. Pero, claro, para Marcos, calar las nasas a tamaña hondura suponía embarcar 1.200 metros de soga. Demasiada soga para tan pequeño bote. Camarones de la isla: camarón narval, camarón moro y gambas. Un crustáceo identitario al que hemos sabido sacarle partido. Que les aproveche.